Las dos caras de la desinhibición por Jorge Bruce (*)
La desinhibición puede ser una ventaja comparativa. Al carecer de esas trabas, se puede emprender acciones más audaces o creativas. Un político, por definición, debe ser alguien capaz de vencer las barreras de la timidez o la vergüenza que paralizan al común de los mortales. El reto consiste en conservar la integridad cuando se incursiona en un terreno tan resbaloso como el de la política. Pensemos en el caso reciente de la congresista Tula Benites -todos sabemos que ella no es más que la punta de un iceberg profusamente contaminado- y ese annus horribilis en el que sus colegas hicieron lo indecible para no sancionarla. Era evidente que se trataba de no sentar un peligroso precedente en contra de la impunidad. Por eso es que no solo sus correligionarios maniobraron para evitar que se haga justicia en un caso clamoroso de estafa: ya bastante habían pagado con el caso Canchaya. ¿Qué pretenden? ¿Que se castiguen todos los abusos? ¿Para eso nos hemos sacrificado con estos sueldos de austeridad? ¡Mejor nos hubiéramos quedado en el sector privado, donde la prensa no se mete tanto!
Sucede que las inhibiciones no son tan solo muestra de timidez o apocamiento. También operan como escrúpulos, vergüenza o responsabilidad. Es decir, todas aquellas fuerzas que restringen los impulsos depredadores, aquellos que ven al Estado como un patrimonio, en vez de ser un bien perteneciente a la colectividad y, como tal, digno de ser cautelado con la mayor vigilancia. La cosa no termina ahí. Si los representantes electos no se muestran a la altura de la enorme confianza que se les ha otorgado, toca a los ciudadanos pedirles cuentas y sancionarlos. Pero para eso se requieren dos cosas: un sistema que lo permita -por ejemplo la renovación más frecuente del Parlamento- y una mayor conciencia ciudadana. Esto significa entender que el Estado no es un organismo ajeno y por encima del funcionamiento cotidiano de la sociedad. El problema es que la gente lo percibe como un ente de poder omnímodo, al que no tiene acceso y contra el que no tiene protección simétrica: un Big Brother intocable. Por lo tanto, si el Apra y sus aliados deciden encubrir a la parlamentaria Benites, tal como otras organizaciones públicas hacen espíritu de cuerpo -es el caso de decirlo- cuando uno de sus integrantes abusa sexualmente de una subalterna, a la gente común solo le queda el escándalo y la resignación, tan deprimentes como ineficaces.
Pero la mayoría de parlamentarios no lo entiende así. En su visión estrecha y ventajista, el caso de Benites y los que vendrán después, no son más que subterfugios para recursearse con unos sueldos venidos a menos. Obnubilados con el narcisismo de su poder transitorio, no advierten el daño inmenso que se le hace a la democracia al no considerar este crimen en su dimensión simbólica. Una congresista que estafa al erario público hace un daño inconmensurable al proceso de organización social: es como si nos violaran a todos. Quienes la apañan hipotecan a la mala el futuro de nuestro país. Es algo para tener en cuenta a la hora de votar, sin duda, pero exige más: una reforma del funcionamiento electoral que nos permita fumigar ese antro infectado, sin olvidar nuestras contribuciones por omisión, pasividad o cobardía. Ojo con lo que suceda ahora en el Poder Judicial. Para ganar la batalla de la democracia, la pulsión ética debe ser más persistente - desinhibida en el buen sentido de la palabra- que la corrupta.
(*) Aparecida en su columna del diario Perú21
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