Un ciudadano sin importancia
por Antonio Álvarez-Solís
Es posible que esta carta no tenga la menor importancia. Quien la escribe no la tiene. Es un ciudadano cualquiera que solicita el cese de la guerra omnipresente. Pero ¿cómo detener la violencia? No hay otro camino que el sugerido por Georg Lukács: «La más alta meta de todo anhelo humano es la contemplación intelectual». La contemplación intelectual evita un escenario repleto de palabras terminantes, duras como piedras, excluyentes. La realidad es que vivimos en una sociedad externa al pensamiento. Una sociedad paradójicamente invitada a serlo sin los otros, por lo tanto con una ética frágil y contaminada por intereses encovados. Subraya Umberto Eco, en sus admirables debates con el cardenal Martini, que «la dimensión ética comienza precisamente cuando entran en escena los demás». Con ese horizonte moral al fondo nos indica Eco que «somos animales en posición erecta..., que no deseamos que nadie nos impida hablar, ver, escuchar y que sufrimos si alguien nos ata o nos segrega, si nos golpea, hiere o mata, si nos somete a torturas físicas o psíquicas que disminuyan o anulen nuestra capacidad de pensar». Pensar verdaderamente, sin límite, sin apriorismos sospechosos. Así hemos de edificar la nueva democracia: siendo animales en posición noblemente erecta y en presencia plena de los otros. Ante esta determinación de pensar hasta la raíz no valen las condenas inoperantes, como no sea la de acumular puntos fáciles para lucrar el ejercicio del poder. Curiosamente, el mismo Bush acaba de decir que en vez de proclamar condenas a los atentados terroristas lo que se debe hacer es «aprobar más resoluciones que impidan que esos atentados se produzcan». La duda sobre esta petición surge acerca de lo que entienda peligrosamente el presidente americano por «resoluciones», pero el esqueleto de la frase es aprovechable. Ante los muertos no es ciertamente útil sino el pensamiento, que es la gran sustancia creadora de la vida ¿Y cómo entidad de tal calibre puede intervenirse por ley? No hagamos de la ley una norma tóxica.
En días de dolor producido por la muerte súbita de quienes estaban totalmente ajenos a su acabamiento es preciso rescatar el arma intelectual y, enfriando las emociones, buscar con ella la salida del laberinto. Callen los vocingleros y dejen que la verdad nos dé de lleno como deseaba Diógenes el sol cuando se lo tapaba el monarca macedonio. Si alguien tiene hoy el estado en la cabeza, que dudo mucho de ello en el ámbito de la política, convierta ese estado en el más alto servidor de la libertad de todos. Para lograrlo reúna frente a frente a los que se niegan mutuamente, convoque a las naciones que dominan o son dominadas, escuche con paciencia los alegatos o clamores y, con todo ello, proceda a liberar la voz de la calle para que el ciudadano vuelva a serlo. No es tarea difícil la que el ciudadano que suscribe, peatón cándido por los vericuetos de la historia, propone con la simplicidad del que sabe que en el fondo no hay más que luz si se la busca. Pero ¿por qué no se busca esa luz? Ahí está la cuestión. Quien no tiene el poder la demanda con violencia y quien dispone de ese poder acopia la violencia adversaria para alimentar el motor de su tiranía.
Todo el mundo requiere a todo el mundo para que se siente a la mesa de la paz, pero no para repartir a cada cual lo suyo, sino para atar al adversario al mueble. Todo el mundo dice ser todo el mundo en ausencia de los otros. Prestidigitadores malignos que siempre poseen la carta del triunfo. Es triste que sólo con sangre pueda hablarse del futuro. Con la sangre que ha perdido la humanidad en la gran fiesta de los locos podría regarse el universo. Es la única lección válida que puede extraerse con certeza en la contemplación de la difícil existencia del hombre.
Es triste que en momentos tan crueles hayamos de elegir pastores que se dirigen siempre hacia el matadero. Pastores que distribuyen la sopa y escancian el vino a quienes forman con ellos la majada. Mesta del poder que tiene en sus manos, tantas veces prevaricadoras, y entre sus deberes más altos, la organización leal de la convivencia ¿Cuándo podremos pensar los que habitamos la calle, tantas veces a la intemperie? Pero ¡alto ahí!, pensar no consiste en decir lo que no se debe hacer sino en postular con valor lo que se debe hacer. Lo importante no es clamar contra la sangre, sino impedirla, se ocupe la posición que se ocupe. Al llegar a este punto es necesario decir una vez más que en los conflictos nunca hay un solo responsable, aunque así lo declaren los que han añadido a sus posesiones nada menos que la palabra secuestrada.
Existe una constante histórica que llama a una reflexión profunda. Los pueblos, cuando son liberados a sí mismos, siempre -si hay excepciones las desconozco- se comportan con generosidad y justicia. Solamente los relatores de una historia viciosa de poder mantienen que las masas se desmandan en turbas. Las turbas suelen inventarlas los poderosos mediante su desafío a la hermandad y la igualdad. Los pueblos, cuando protagonizan el entusiasmo de su ganada libertad, tienden al entendimiento y al respeto del otro. Solamente cuando el poder se residencia en almas avaras de él convierte en peligrosa a la ciudadanía. Peligrosa ¿para quién? ¿En qué consiste el peligro, en que exista la violencia o en que se fabrique?
En la ecuación de la violencia hay que despejar otra vez la incógnita de la democracia. Hemos de aclarar qué es democracia nuevamente. La democracia, reducida hoy a puras maniobras de salón, ha de incorporar con total eficacia y responsabilidad a un ser vivo, a un sujeto intelectualmente activo, lo que quiere decir que ese sujeto no sólo ha de pensar en el recaudo de su intimidad, sino en el ágora y con la capacidad entera de convertir sus meditaciones en fórmulas resolutivas de convivencia. El ser que piensa y ejecuta al aire libre no resulta jamás explosivo. Ni en política ni en religión. El ser que procede en libertad no fabrica dogmas, sino convicciones. Cuando murió Franco fui testigo de cómo en reductos ciudadanos en que la calle asumía el timón del debate colectivo los sucesos se producían con entusiasmo y equilibrio. Luego tomó cuerpo la transición, se inventó un patológico consenso entre las direcciones políticas y las heridas fueron cerradas en falso y se tetanizaron. Es el caso, por ejemplo, de Euskadi. El Estado fue distribuido en porciones de intereses, la sociedad dejó de existir como tal sociedad orgánica y fue incorporada a una cocina en que se preparó una sopa para pobres. Incluso, en el colmo de la insidiosa falsificación, combatientes que dieron su vida en el combate contra Franco empezaron a ser anotados en la nómina terrorista. Poco a poco el pueblo empezó a desaparecer y una parte importante de la nación española fue regresada al servicio de los ideales del imperio.
Vivimos en plena pobreza intelectual. Las gentes que piensan por su cuenta han de sortear peligros y dificultades de tipo muy variado. Pensar incorpora al índice de lo romanamente prohibido, cuando no sucede algo peor. Se vulgarizan las ambiciones del ciudadano hasta reducirlo a la inanidad pública. Una frase alarmante resume lo que digo: «Yo no entiendo de política», cuando el saber político es creacional y por tanto la ciudadanía lo posee en plenitud.
¿Qué han hecho tantos dirigentes para convertir la masa en turba y a la ciudadanía en peligro para el orden público? Quizá yo sea «entorno» de algo, pero ¿de qué? En todo caso soy entorno del «otro» del que habló tan sustanciosamente Eco en su correo con el cardenal Martini, el cristiano que no pudo llegar a Papa porque «su» otro era nada menos que el agnóstico Umberto. ¡Qué cara han puesto la libertad!
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