FERÍA DE VANIDADES CULINARIAS
por Hugo Del Portal
Si hace unos añitos atrás yo le hubiera dicho a mi Sr. Padre que quería ser Jefe de una Cocina (Chef) seguramente no hubiera parado hasta alcanzarme y aplicarme una buena pateadura correctiva. Y es que estas actividades en nuestro país eran de propiedad de las mujeres en las cocinas de los hogares y en los negocios de expendio de alimentos, de los cholos. Pero como los tiempos cambian (honestamente no se si para bien o para mal) y desde que a algunos de esos piratas inteligentes y rapaces se les ocurrió traer un extranjero anónimo y venderlo como talento culinario francés (*) se desató la fiebre de la gastronomía que amenaza nuestras vidas desde todos los ángulos del esnobismo mas fatal, siendo ahora una actividad en donde derrapa gente de todas las razas y clases sociales que no alcanza la mínima requerida en otras profesiones liberales.
Ahora hay infinitas instituciones encargadas de formar (es una palabra nada mas) a los futuros talentos de las cacerolas nacionales. La mayoría cree vender cultura cuando solo hacen una transferencia de tips personales de cocina que al final no alcanzarán para que los noveles aprendices aspirantes a las alturas culinarias se conviertan en renombrados y –sobre valorados- artífices de la buena mesa.
Quien conozca el modelo tipo del restaurante peruano tiene que saber que normalmente tras el innegable talento creativo del cocinero y el buen gusto del arquitecto y diseñador se esconde un desorden administrativo fatal y un permanente descuido en las normas de salubridad necesarias.
Los negocios de comida casi siempre trabajan en una ignorancia absoluta del tema de los costos y los controles administrativos que cimientan (como en una sociedad que necesita un ordenamiento jurídico) la trama de procesos reales que llevarán a la estandarización del producto que ofrecen al público. Muchas veces esta situación convierte el éxito en momentáneo y la empresa se recicla en otra que normalmente corresponde a la moda (lo que explica porque en Lima cada día abren un nuevo comedero de cinco tenedores) y en otros casos, los menos, en donde se ha logrado implementar con meridiano acierto la sistematización de los niveles de trabajo de producción (por que los copiaron de algún sitio o por iniciativa de uno de esos geniecillos desconocidos) pueden permanecer en el mercado por un buen tiempo aunque ni ellos mismos sepan explicarlo y se pierdan en hablar insensatamente del feeling de sus clientes para con la carta de la casa o de la primerísima calidad de sus insumos.
Insumos que ni siquiera podrían pasar los análisis organolépticos en otros países realmente adelantados en exigencias bromatológicas. Un ejemplo son los perecibles que se manejan inadecuadamente en una cadena de errores que va desde la extracción del mismo hasta el manejo de los revendedores menores.
Una exigencia necesaria para el futuro “acuerdo nacional de la gastronomía peruana” será que cada restaurante así como sus proveedores cuenten con un certificado de buenas prácticas de manipulación expedido por una o mas agencias –privadas o estatales- que garanticen la inmaculada calidad sanitaria de la mercadería. Para esto habrá que hacer un trabajo de titán en la mentalidad de los cocineros nacionales poco inclinados al trabajo de riguroso cuidado y amantes de la improvisación que salva el despacho del momento.
Estas son las cosas que deben empezar a tratarse antes que exponernos en ferias como sinónimo del non plus ultra culinario. Estoy seguro que muchos profesionales coinciden con esta realidad y que desean con sinceridad mejorarla para hacerla internacionalmente más competitiva y que este logro rebote incluso hasta en las instituciones educativas gestoras de estas carreras técnicas.
Sería bueno hablar en serio de estos temas ya que jamás lograremos competir en igualdad de condiciones con comidas como la japonesa que siendo menos sabrosa que la peruana cuenta con restaurantes que son sólidas empresas de servicios administradas con criterio de trasnacionales y que por idiosincrasia se establecen a si mismas exigencias de altos niveles de calidad y perfección.
Antes que hagamos estas demostraciones pomposas de buen sabor en inadecuados stands y bajo un toldo de tela (para que las presentaciones en las embajadas sean un fracaso como lo que ocurrió en España hace unos años en donde se vendieron más platos de los que podían preparar, dejando comensales sin atender, produciéndose una de esas vergüenzas que malogran todos los trabajos e inversión en pro de una buena imagen) y que sirven para el acomodo de los negociados de siempre (la política no perdona ni las sartenes) o para que alguien tenga un poco de publicidad en aras de mejorar las ventas diarias de sus respectivos cafés, restaurantes y/o bares, deberíamos entender que los tiempos chicha de la cultura combi de los años noventa ya no funcionan más.
Es una cuestión de actitud para lograr una mejor aptitud.
De la cocina peruana habla todo el mundo bien (han sido extensos los comentarios sobre las últimas loas que nos lanzaron los chilenos). Un poquito de autocrítica no nos hace mal para no dormirnos en nuestros laureles.
Lo dice alguien que sabe cuanto se gana en estos menesteres y que conoce el moustro por dentro y que si algo desea es ver la suma de tantas buenas intenciones transformarse en desarrollo permanente.
(*) Cuentan las malas lenguas que el primer Chef que aterrizó por Lima y que promocionaban en un restaurante muy famoso de ese entonces no sabía ni pelar papas. El dueño –un genio del negocio- fue el fundador del auge de la gastronomía peruana y su logro sigue siendo (hasta hoy) un secreto a voces.
Los mismos malhablados dicen que ese propietario es mi maestro. Mentira.
Ahora hay infinitas instituciones encargadas de formar (es una palabra nada mas) a los futuros talentos de las cacerolas nacionales. La mayoría cree vender cultura cuando solo hacen una transferencia de tips personales de cocina que al final no alcanzarán para que los noveles aprendices aspirantes a las alturas culinarias se conviertan en renombrados y –sobre valorados- artífices de la buena mesa.
Quien conozca el modelo tipo del restaurante peruano tiene que saber que normalmente tras el innegable talento creativo del cocinero y el buen gusto del arquitecto y diseñador se esconde un desorden administrativo fatal y un permanente descuido en las normas de salubridad necesarias.
Los negocios de comida casi siempre trabajan en una ignorancia absoluta del tema de los costos y los controles administrativos que cimientan (como en una sociedad que necesita un ordenamiento jurídico) la trama de procesos reales que llevarán a la estandarización del producto que ofrecen al público. Muchas veces esta situación convierte el éxito en momentáneo y la empresa se recicla en otra que normalmente corresponde a la moda (lo que explica porque en Lima cada día abren un nuevo comedero de cinco tenedores) y en otros casos, los menos, en donde se ha logrado implementar con meridiano acierto la sistematización de los niveles de trabajo de producción (por que los copiaron de algún sitio o por iniciativa de uno de esos geniecillos desconocidos) pueden permanecer en el mercado por un buen tiempo aunque ni ellos mismos sepan explicarlo y se pierdan en hablar insensatamente del feeling de sus clientes para con la carta de la casa o de la primerísima calidad de sus insumos.
Insumos que ni siquiera podrían pasar los análisis organolépticos en otros países realmente adelantados en exigencias bromatológicas. Un ejemplo son los perecibles que se manejan inadecuadamente en una cadena de errores que va desde la extracción del mismo hasta el manejo de los revendedores menores.
Una exigencia necesaria para el futuro “acuerdo nacional de la gastronomía peruana” será que cada restaurante así como sus proveedores cuenten con un certificado de buenas prácticas de manipulación expedido por una o mas agencias –privadas o estatales- que garanticen la inmaculada calidad sanitaria de la mercadería. Para esto habrá que hacer un trabajo de titán en la mentalidad de los cocineros nacionales poco inclinados al trabajo de riguroso cuidado y amantes de la improvisación que salva el despacho del momento.
Estas son las cosas que deben empezar a tratarse antes que exponernos en ferias como sinónimo del non plus ultra culinario. Estoy seguro que muchos profesionales coinciden con esta realidad y que desean con sinceridad mejorarla para hacerla internacionalmente más competitiva y que este logro rebote incluso hasta en las instituciones educativas gestoras de estas carreras técnicas.
Sería bueno hablar en serio de estos temas ya que jamás lograremos competir en igualdad de condiciones con comidas como la japonesa que siendo menos sabrosa que la peruana cuenta con restaurantes que son sólidas empresas de servicios administradas con criterio de trasnacionales y que por idiosincrasia se establecen a si mismas exigencias de altos niveles de calidad y perfección.
Antes que hagamos estas demostraciones pomposas de buen sabor en inadecuados stands y bajo un toldo de tela (para que las presentaciones en las embajadas sean un fracaso como lo que ocurrió en España hace unos años en donde se vendieron más platos de los que podían preparar, dejando comensales sin atender, produciéndose una de esas vergüenzas que malogran todos los trabajos e inversión en pro de una buena imagen) y que sirven para el acomodo de los negociados de siempre (la política no perdona ni las sartenes) o para que alguien tenga un poco de publicidad en aras de mejorar las ventas diarias de sus respectivos cafés, restaurantes y/o bares, deberíamos entender que los tiempos chicha de la cultura combi de los años noventa ya no funcionan más.
Es una cuestión de actitud para lograr una mejor aptitud.
De la cocina peruana habla todo el mundo bien (han sido extensos los comentarios sobre las últimas loas que nos lanzaron los chilenos). Un poquito de autocrítica no nos hace mal para no dormirnos en nuestros laureles.
Lo dice alguien que sabe cuanto se gana en estos menesteres y que conoce el moustro por dentro y que si algo desea es ver la suma de tantas buenas intenciones transformarse en desarrollo permanente.
(*) Cuentan las malas lenguas que el primer Chef que aterrizó por Lima y que promocionaban en un restaurante muy famoso de ese entonces no sabía ni pelar papas. El dueño –un genio del negocio- fue el fundador del auge de la gastronomía peruana y su logro sigue siendo (hasta hoy) un secreto a voces.
Los mismos malhablados dicen que ese propietario es mi maestro. Mentira.
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