Diario de la desocupación
Página catorce – Una cualquiera como todos.
Es Flor. Aunque ya no es una flor. Tampoco es que ande marchita, digamos que a sus treinta y tantos marzos, aún rebosan los pétalos de su personal quimera. Es una edad ideal porque en la línea de los veinte mis musas suelen ser tan excesivas que tranquilamente yo pudiera parecer un tío paseando a la sobrina. Y que pasadas las cuatro décadas, a las damas que me inspiran les da por la religión –new age con toques de metafísica- y entonces todo lo ven besitos y chispitas de luz, o sino les da por la manipulación con rostro de inocencia, para hacerte sentir culpas de algo que ni siquiera has pensado hacer o lo que es peor, por el cinismo de la mujer que siente que para ser moderna, tiene que ser practica hasta niveles bastante pobres en donde se desdibujan las señales de la moral, la ética y la cultura. Y no es que estas cosas me parezcan importantes, lo que me parece detestable es hacer alardes.
Pero vuelvo a Flor, que sabe que me puede llamar los lunes de las primeras semanas del mes (que es cuando cambio el cheque de esclavo liberto para cobrar las monedas que pagan mis holgadas modestias) y que además de un buen trato amical, en donde puedo hacer las veces de psicólogo y confesor (me debo parecer al personaje de la novela “El corazón es un cazador solitario” de Carson Mcullers, el sordomudo al que la gente le hablaba y le contaban sus problemas porque pensaban que sabía escuchar y yo, como el, soy una tapia) también le cumplo como todo buen cliente. Porque Flor se dedica al meretricio, legal, con carné de sanidad y todo lo que la ley demande al caso, y además es una rabiosa practicante de su fe, hace pocos años conversa y devenida en Testigo de Jehová (¿?)
Nos encontramos en una pizzería caleta (escondida y recatada) de Magdalena en donde tomamos un par de copas de vino mientras va pormenorizando su diaria lucha como mujer y en donde habla con soltura y hasta buen gusto de los temas que puedan ser de actualidad y cuando el vino hace lo suyo, que es relajarme hasta que pierda la perspectiva del todo y me fije sólo en ella, en su animal belleza, en su implícita y brutal sensualidad, pone discretamente la mano sobre mi pierna y me pregunta con cierta malicia, a dónde vamos.
Siempre es al mismo juego y al mismo sitio.
Es un buen hotel, cómodo, no muy caro, (aunque una vez casi me sacan un riñón por una botella de vino argentino) con jacuzzi y espejos por todos lados, en donde su figura hermosa se convierte en un calidoscopio de belleza y en donde pasamos unas horas que yo compenso con discreta caballerosidad, colocando en su cartera unos billetes.
Pero a la calma le sigue el temporal. El asunto siempre es a la contra.
Entonces ella llora. Sufre. Se desespera. No sabe como alcanzar el equilibrio entre su vida, sus creencias religiosas, que suelen ser muy fuertes (a veces temo que invoque a Jehová en pleno intercambio de pasiones y gemidos) y se pinta el atávico cuadro histérico en donde la culpa la ahoga y el mundano (ósea, el diablo) aparece por todos lados impidiendo su próxima llegada al cielo y condenándola a la estación del purgatorio hacia el averno.
Lágrimas de por medio, luego de un rato se calma, se levanta, pasea su desnudez con tranquila inocencia, se baña, y se viste con cuidado, con esmero, poniendo entusiasmo y coquetería, arreglándose hasta lucir tan linda como suele ser, para regresar a las calle de los besos sin amor (*) a ganarse el pan como lo hace todo el focking mundo.
Como canta el Sabina: ando buscando una mujer, tan puta como yo….
(*) Fito Páez dixit (“Mas guapa que ninguna”)
H.D.P.