1.3.08

APRENDIZAJE VACÍO





Estado y violencia por Rosa María Palacios (*)
Esta semana, a raíz del testimonio de Santiago Martin Rivas en el juicio a Fujimori, quise invitar al programa de televisión que conduzco a algún militar en retiro que pudiera analizar las razones por las cuales pudo existir, dentro del Ejército, un comando como el Colina. Llamamos a varias personas y todas se excusaron gentilmente. Viajes, vacaciones y otros argumentos me fueron dados, pero me quedó la sensación de que ningún militar quería, al menos en público, reconocer el daño institucional que causó el grupo Colina a las Fuerzas Armadas. Tal vez porque muchos militares y civiles creen, aún hoy, que la violencia, cuando la ejerce el Estado, no necesita estar amparada en los límites que fijan la ley y los derechos ciudadanos.
Esta confusión es muy común. La violencia ejercida por delincuentes y la ejercida por el Estado no tienen las mismas características, pero son equiparadas frecuentemente. En un Estado de derecho democrático y liberal, el Estado tiene el monopolio de la violencia. Los ciudadanos se abstienen de ejercerla con la confianza en que el Estado no violentará sus derechos y aplicará la fuerza de forma racional, proporcional y justificada para evitar un daño real. Por ello, la Policía no puede disparar a matar contra una turba, ni tampoco un escuadrón de la muerte puede ser condecorado por sus servicios a la patria.
Aplaudir esas conductas y justificarlas es entregar un poder al Estado que no le hemos dado. Sin embargo, los mismos argumentos regresan una y otra vez. ¿Por qué las organizaciones de derechos humanos no se preocupan por una persona asesinada vilmente en su negocio?, decía el ministro Rey esta semana. Pues, es bien simple. Porque confiamos en que el Estado, en uso legítimo del poder que le hemos entregado, encuentre a esos delincuentes y aplique los castigos que el Código Penal establece. Para eso necesito Estado, no una organización de defensa de derechos humanos que está para lo contrario: defender a los ciudadanos de los abusos del poder, justamente cuando el gobernante rompe esa confianza y usa la arbitrariedad absoluta para decidir quién vive y quién muere.
Los pecados de los otros no te hacen santo pero, en el Perú, la cosa es al revés. Si las cosas siguen así, no extraña que Santiago Martin Rivas se autoproclame un patriota y que a aquellos que lo están sindicando como un asesino los llame "colaboracionistas", como si aquí lo estuviera juzgando el enemigo y no una corte democrática.
Lo más triste es que veinte años de violencia parecen no habernos enseñado nada.


(*) Aparecido en su columna del diario Perú21

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