22.10.07

EN TORNO A LUIS HERNANDEZ (LUCHITO)



No se culpe a nadie de mi sueño por Beto Ortiz (*)
Luis Hernández se convirtió, años después de morir, en un fenómeno de la poesía peruana. A continuación, una crónica acerca de su vida y de su muerte.
Hoy se cumplen treinta años del suicidio del poeta peruano Luis Hernández Camarero (1941-1977), un escritor del que nunca nos enseñaron nada en el colegio, pero del que ahora, de repente, todos hablan. Se lo disputan cual si se tratase de un trofeo. Todos lo conocieron, todos fueron sus amigos, todos juran tener en casa un cuaderno suyo, todos poseen la historia verídica de lo que pasó con su vida y con su muerte. Pero Lucho, como siempre, les pertenece -hoy más que nunca- a los jóvenes, a ese creciente ejército de nuevos lectores que -con toda justicia- lo veneran. A esa esperanza de la patria en una patria sin esperanzas. A los jóvenes y a nadie más.
Nervio del Serrato. Nervio del Deltoides. Nervio del Angular. Yo soy quien sospecha, solitario en las noches, que alguien lo ama. Serrato. Deltoides. Angular. Son los nervios de la espalda. A Lucho Hernández le dolía muchísimo la espalda. Y, como era médico, no había necesitado de nadie para acertar con el diagnóstico preciso: cáncer. Un feroz, invencible cangrejo prendido de su columna vertebral. Soy Billy The Kid, ladrón de bancos -decía- y, como voy herido por la espalda, sé dónde voy. Luis era médico porque había jurado no tolerar jamás ante sí el sufrimiento. Y poeta exactamente por el mismo motivo. Con plumones Faber Castell (estuche de 20) escribía, en cuadernos Minerva de espiral, poemas simples y perfectos. Para no publicar. Para dejar regados por cualquier parte. Para hacer hora. Para no sufrir.
Pero sufría. Ese dolor brutal en la espalda lo estaba matando. Y para calmarlo se automedicaba: 25 ampolletas de Sosegón, un poderoso sedante. 25 al día por vía intravenosa. Dosis desmesurada, como su dolor. Nadie hubiera sido capaz de resistirla. Pero él lo hacía. Y para tratar de pensar en otra cosa se ponía a hacer 60 planchas con palmada. Excelentes para los bíceps y los pectorales. 60 planchas voladoras sobre las heladas losetas. Y, mientras tanto, no muy lejos de allí, en la sobria elegancia de su consultorio, el destacado psicoanalista Max Hernández atendía a una de sus habituales pacientes: Betty Adler, 32 años, una mujer guapísima y divorciada que, de repente, lo estaba sorprendiendo con la siguiente pregunta:
- Dime, Max, ¿Luis Hernández es algo tuyo?
Claro que lo era. Era su hermano menor, el dolor de cabeza de sus padres, la oveja negra de la familia. Se quedó atónito. ¿Dónde había oído Betty hablar de él? Había encontrado unos poemas suyos publicados en el periódico: Habiendo robado lluvia de tu jardín/ y tocado tu cuerpo/ me duermo/ No se culpe a nadie de mi sueño. La paciente Adler estaba completamente deslumbrada. Tenía que conocerlo.
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La puerta blanca de la habitación número tal del piso tal de la afamada clínica San Borja se abrió y Lucho Hernández, 35 años, apareció con sus enormes patillas de Lord Byron, sudoroso, con el blanco saco del pijama abierto mostrando, con inocultable vanidad, el orgulloso producto de las planchas voladoras. Era el verano de 1976 y, una vez más, la paciente Adler, completamente deslumbrada estaba.
- Hola... -dijo él, preparando su sonrisa.
- Hola -dijo ella. Soy Betty. Tu hermano Max me pidió que te trajera este libro.
Se computaron en el acto. Ahora ella no logra acordarse del título de aquel libro de poesía portuguesa que tan bien le sirviera como pretexto aquella vez. De lo que sí se acuerda, como si fuera ayer, es de que Lucho había sido llevado allí para un tratamiento de cura de sueño. Porque todo el mundo quería curarlo, pero nadie sabía muy bien de qué. Esa tarde se quedaron muriéndose de la risa sin parar hasta que terminó la hora de visita. Era como si ambos hubieran encontrado, en otro rostro, en otro cuerpo, al mismo ser al que habían venido amando desde hacía muchas vidas atrás. No soñaban, las cosas soñaban a su paso. Lo mejor que me sucedió fue haberte conocido -escribiría Lucho en ese entonces-, conocerte fue lo único que me sucedió.
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Malagua de fresa. Malagua de cherri. Malagua de limón. Una vez en la playa, Gran Jefe Un Lado del Cielo, es decir, Mowgli, es decir, Shelley Álvarez, es decir, el Inspector, es decir, el Capitán Dexter, es decir, Luis Hernández se aplicaba una andanada de helados Glacial, gaseosas multicolores, pan con pollo, hartos mixtos y no pocos bates. Luego de lo cual ingresaba bandereándose con su caminada de macetita de barrio al mar furibundo a correr 'estonazo' centenares de olas sin tabla, estilo pechito. Y a nadar estilo kroll hasta lontananza, ida y vuelta, sin parar. Acto seguido, cubierto por la blanca suavidad de una toalla blanca, escarchado de arena brillante, dedicábase a la contemplación, a los acordes de Balakireff o de Rimsky Korsakoff o de cualquier otro ruso que hubiere a la mano.
Azul y blanco, colores primarios. Agua y cielo. Como una exhalación, un muchacho vestido de agua y cielo viene corriendo por entre los amarillos heladeros del malecón. Es Apolo. En una palabra, eres Apolo y eso nadie te lo quita. Gran Jefe Un Lado del Cielo computa a una velocidad de 700 verstas por segundo. Se pinta las guerreras líneas con helado Buen Humor. Allí viene. "Es lo bueno de hacer 60 planchas al día" -dice para sus adentros. Betty regresa de comprar cigarros y él le relata, entusiasta, lo acontecido:
"Betty, Betty, acabo de ver un marinerito... ¿qué dices?, ¿me voy con él?". Betty se ríe: "No, Lucho, quédate conmigo". "Ya, bueno, me quedo contigo". Soy un hombre herido por la espalda. Y voy hacia tu cercano corazón. Delta down, delta down. What's that flower you have on?
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Cuatro meses después de haber conocido a Betty, Luis se curó. Los dolores de espalda desaparecieron como por encanto. Ella lo había estado inyectando puntualmente, todas las veces que él, como médico, así lo indicaba. Pero le había jugado una trampita. En lugar del Sosegón, le inyectaba un placebo, es decir, un engaña-muchachos: agua destilada. Cantidades industriales de agua destilada. «¡Ahhh...!, ¡qué bien me siento!» -exclamaba él, vuelto a la vida. Ella siempre lo supo. Lo supo desde la primera vez que lo vio. Luis no estaba enfermo. No tenía ningún cáncer. Lo que sentía en la espalda no era un dolor físico. Era un dolor de espíritu que ningún analgésico le iba a aliviar. Lo insufrible era el egoísmo. Y su hijito, el dolor. Porque todos querían que Lucho fuera igual que todos. Porque todo el mundo quería curarlo y nadie sabía muy bien de qué. Cuando se enteró de que lo habían hecho cholito, montó en cólera. "Fue la única vez que nos peleamos" -recuerda Betty. Pero pronto comprendió que todo había sido en nombre de un sueño: la coherencia. La soñada coherencia. Solo la emoción perdura. Solo la armonía quiebra. Fueron días suaves y dulces como algodón de feria. Fueron los días en que el tiempo fue más fácil.
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No he conocido jamás un adicto a la marihuana. Porque no existe la adicción a la marihuana. Pero sí clínicas donde se trata la adicción a la marihuana. Ante notorio desconcierto de enfermeras, una densa columna de humo apache se elevaba hacia el cielo desde cualquier cuarto de cualquier clínica donde Lucho recibía la visita puntual de sus patitas de la calle 6 de agosto, Jesús María. No hay nada qué hacer, estimado coleguita -le dijo un connotado médico a otro médico connotado. Y otro médico connotado contestó que había una excelente clínica en Argentina que estaba en toda moda entre los analistas. Que habían impuesto la técnica del psicoanálisis con internamiento y que era una buena idea experimentar. Experimentar. Luis Hernández se había paseado por los consultorios de media docena de psiquiatras y psicoanalistas. Pero era demasiado brillante y todas las terapias se estrellaban con su endemoniada inteligencia. Decidieron entonces enviarlo a la clínica García Badaraco, en Buenos Aires. El psicoanálisis estaba a punto de experimentar el más atroz de sus fracasos.
Hoy el agüita salada no es de la mar/es de tanto sufrir/es de tanto llorar -escribió Betty, el 9 de marzo de 1977, el día en que, contra todas sus lágrimas, Lucho partió a Buenos Aires a internarse en la condenada clínica. La nostalgia pronto empezó a hacer estragos en sus corazones. Y Betty, con los labios ámbar de la pena, organizó un remate con parrillada bailable y lo vendió todo para embarcarse hacia el sur el mes de julio, apenas tres meses después de haberse despedido. En Buenos Aires, resucita la alegría. Largos paseos por el bosque de Palermo, cafés con crema en los cafetines del barrio de San Telmo, caminatas por la calle Florida, confundidos en medio de aquel exceso de belleza. Pero, a fines de agosto, agotada la plata, Betty no tuvo más remedio que volver.
Pero contigo vi los árboles, casas, bodegas y la pista, como tras una lluviecita. Yo te amo. Chau, pues.
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El 4 de octubre de 1977, entre las pertenencias de Luis Hernández halladas por la policía argentina en la habitación que ocupara en la Clínica García Badaraco, se encontró una carta que, con letra inconfundible, dice:
Adiós, Betty. Me hubiera gustado tanto que fueras feliz. Pero mi felicidad está fuera de toda esperanza. Hoy me voy a matar. Perdóname. Luis.
Antes de lanzarse a las vías del tren en la estación de Santos Lugares a los 36 años, Lucho Hernández, el mismo médico que persuadía a sus pacientes terminales de que valía la pena seguir, el mismo músico ensoñado que podía navegar noches íntegras a bordo de un gran piano, el mismo niño irrepetiblemente tierno, lúcido, sencillo y solitario le pedía al amor, al único amor, mil disculpas por lo abrupto de su ausencia. Dicen que soy un soñador que sueña/ y otros dicen de mí/ Adiós/ me voy a otro lugar/ Y si la tristeza me alcanza/ Y si la tristeza me alcanza/ me cubriré con el agua de la mar/ Y no he más de morir/ Y no he más.

Solo para entendidos
De visión obligatoria. Algunos filmes extraídos del ranking de obras de arte del poeta. El manuscrito -hoy en poder de la Católica- incluye clásicos como La Naranja Mecánica, Me llaman Trinity y. la Biblia. Tod in Venedig Es el título en alemán de Muerte en Venecia (1970), película de Luchino Visconti basada en la novela de Thomas Mann. Para el papel de Tadzio, el enigmático niño que obsesiona al personaje de Gustav Von Aschenbach, (interpretado por Dirk Bogarde), Visconti eligió primero a Miguel Bosé, que entonces tenía 13 años, pero su padre, el torero Dominguín, le prohibió participar. Curiosamente, la banda sonora del filme incluye la tercera sinfonía de Gustav Mahler, mencionada con el puesto 45 en este ranking personal.
Flowers for Algernon Novela de ciencia ficción (1959) del norteamericano Daniel Keyes. Cuenta la historia de Charly Gordon, un retrasado mental que se somete a un experimento científico que primero lo vuelve 'normal' y, luego, lo eleva hasta el nivel de genio para devolverlo después, trágicamente, a su condición inicial. En el libro, Charly logra adquirir una inmensa erudición, escribe conciertos de piano, lee vorazmente y domina cerca de veinte idiomas. Algernon es el nombre del ratón de laboratorio al que Charly voluntariamente 'reemplazó', y el título alude al último deseo del personaje: que lleven flores al lugar del jardín donde había enterrado al roedor. Basada en este libro, la película Charly (1968) le valió el Oscar a Cliff Robertson como mejor actor. Bautizando uno de sus poemarios aurorales como Charlie Melnick, Hernández podría haber honrado, al mismo tiempo, al inadaptado personaje y a Maurice Maeterlinck, poeta simbolista y dramaturgo belga, autor de El pájaro azul y Premio Nobel de Literatura en 1911. Melnick es, evidentemente, un anagrama de Maeterlinck quien, además, es citado en el epígrafe de la obra.
Satyricón de Fellini En 1969, el cineasta fetiche estrenó esta libérrima y barroca versión del Satiricón de Petronio en la que Encolpio y Ascilto se disputan el amor de Gitón, un esclavo adolescente en la antigua Roma. Tachada de repulsiva y depravada, la película desató una enorme controversia en su tiempo. Muchos abandonaron las salas, escandalizados por sus imágenes. Hernández, en cambio, la vio muchas veces.
El año pasado en Marienbad Mítica cinta del director francés Alain Resnais (1961) cuya revolucionaria y desconcertante estructura emplea fantásticas digresiones de tiempo y espacio para narrar -mediante sucesivos flashbacks- la historia de un extraño, X, que intenta convencer a una mujer casada, A, de que deje a su esposo, M, y se fugue con él. X le reclama que cumpla la promesa que le hizo el año anterior, pero ella asegura no recordarla. Es el puesto número uno en el erudito ranking hernandiano.

(*) Aparecido en su columna del diario Perú21

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