Hijo de tu madre por Beto Ortiz (*)
"Salud, viejita y bendito sea este silencio que también nos ha abrazado, jubiloso. Salud porque todavía estás aquí". Era mayo del año pasado, Día de la Madre. La protagonista: Zoila Irma Pajuelo de Ortiz. El escribidor: Beto Ortiz, hijo de tu madre. La muerte llega cuando menos te lo piensas, cuando se te ocurre que todavía vendrán más brindis, silenciosos, ausentes y jubilosos. Beto Ortiz escribirá cualquier día de estos el último día de Irmita, su mamá, quien falleció ayer como consecuencia del mal de Alzheimer. Hoy no tiene ánimos de escribir, quién lo tendría. Su corazón está roto. Aquí el artículo que publicamos el año pasado. Beto esperaba que sus palabras alcanzaran el milagro de ser entendidas por su mamá.
«No te preocupes por absolutamente nada, gordo. Ya tú sabes que yo soy un poco maga de modo que aquí, con mi novedoso 'Plan Austeridad', nosotros siempre nos las arreglamos. Lo único que importa en esta casa es que tú tengas tu computadora, ¿okey?. Fin de la discusión. He dicho.» (Lima, 20 de diciembre de 1990)
Antigua de la vida y del amor:
En la ilusión magnífica de que estas torpes palabras que te escribo se puedan convertir en algún código milagroso en el que tú me entiendas todavía, me he sentado en el piso con mi cabezota recostada en tu regazo, como un niñito absurdo y asustado. En la fantasía perfecta de que alguna de mis frases -que han de ser lo único cierto que me queda para darte- se vuelvan, por ejemplo, un perfume espléndido de jazmines entre la noche o una simple sinfonía de pianola que te arranque, por lo menos, un suspiro, he buscado block y lapicero y me he puesto a escribirte esta carta aquí contigo, ante ti, más hijo único que nunca, calladita la boca, mientras te miro. Mírame, Irmita. Aquí estoy. Completamente dispuesto a que me enseñes de nuevo a pararme sobre mis pies, a avanzar, a caerme y levantarme al infinito, de lo más pancho y tarareando una milonga arrabalera, cual si nada sucediera, cual si oyera la nieve caer.
«¡Qué pena que se extraviaran tus maletas! ¡Qué lisura! Pero mejor tómatelo con soda: si eso no te hubiera pasado, no hubieras podido almacenar tan rico material y nunca nos hubieras escrito, a tu papá y a mí, un relato tan, pero tan delicioso!» (Lima, 22 de agosto de 1990).
Aquí me tienes, maestra y guía, más que ansioso por que me enseñes otra vez, la vida toda desde cero, desde el primer capítulo, de nuevo. Díctame, una por una, las lecciones no aprendidas -que son miles- cual si yo fuese otro más de tus miles de alumnitos que, más muertos que vivos, llegaban cada mañana, durante 35 años de tu vida, al colegio 1022 del jirón Restauración en Breña: descalzos, tebecianos, piojosos, moreteados a golpes, llagados o tan hambrientos que se desplomaban en plena formación y tú los resucitabas con un simple y benéfico tazón de cereal donado por la Alianza para el progreso y cuatro panes tolete con atún. Y veinte años más tarde -ya logrados- te abrazaban por las calles como a una estrella: "¡Gracias a usted soy el que soy, señorita directora!" Dirígeme a mí, señorita, que no sé ni para dónde hay que correr. Hazme rezar contigo, por ejemplo, esa que dice aquello de Ángel de la guarda/ dulce compañía/ no me desampares ni de noche ni de día/ No me dejes solo que me perdería. Too late porque yo ya me perdí. Estoy perdido ahora, vieja, a la firme. Convérsame. ¿Acaso no ves que todo está hasta el queso? Dime algo, Zoila Irma, no seas así, cuéntate alguna cosa aunque sea, cualquier cosa. Háblame un poquito y te prometo que me porto bien. Te lo juro por mi madrecita. O sea, por ti. Por tu madre o por la madre de tu madre. Háblame. Convérsame como antes, ¿Qué me dirías si pudieras hablarme todavía? ¡Qué no me dirías! ¿Qué opinión te merecería tomar conciencia de esto que ahora soy y que ya ni siquiera encuentras familiar? ¿Qué sentencia sutil pero feroz te brotaría de los labios, repentina, frente a este espectáculo andante que ahora soy y que ni yo mismo reconozco? Aún conservo todas tus cartas, alucina. Podré haber perdido aviones, amigos, ahorros, años, ilusiones pero, eso sí, nunca he perdido ni una sola de tus cartas. Las guardo todas.
«Hazme un favor, tráele a tu padre algún traje decente, el otro día tuvimos una boda y, adivina qué se puso, su 'terno eterno', el mil veces remallado Príncipe de Gales y, completando la tenida, una hermosa corbata anchísima y granate. Así como lo oyes: ¡Granate! ¡Santa Tecla milagrosa!, tuve que llamar, una por una, a las beatitas candelejonas de tus tías Ortiz y ni por esas logramos hacerlo entrar en razón! ¡No sabes qué infierno!» (31 de octubre de 1990).
Las atesoro y las releo al infinito y nunca me canso. Me las mandaste la primera vez que me fui del país con mi primera bequita de chanconcete. Qué bárbaro, tienen ya casi diecisiete años de escritas y, no obstante, lucen frescas. No sólo no han envejecido nada sino que hasta parece que, en ellas, me hubieras adivinado certeramente el futuro. Cuando el destino me sacó tarjeta roja y me eyectó como a cassette bamba, llevaba tus cartas conmigo a todos lados, con sobre matasellado y todo, bien guardaditas en el mismo estuche que el pasaporte. Hasta ahora, que he vuelto al barrio y todo es lo mismo, me gusta pensar que, en realidad, me las escribiste ayer.
«Qué loco eres, hijo de tu madre. Anoche nos hemos reído a carcajadas saboreando tus cartas, las estoy guardando todas por si algún día te armas de valor y te pones a escribir algo así como 'el diario de un periodista provinciano perdido en Nueva York' ¿No sería genial?» (16 de noviembre de 1990).
Yo que me he pasado como veinte años de mi vida inmortalizando a tanto extraño ilustre, ¿Por qué nunca encendí una cámara delante de ti para, por el resto de mis días, poder escucharte decir, una y otra vez, que -con mis más soberbios bemoles- tú me vas a querer siempre? Sólo los zonzos sufren con anticipación -dirías tú, renegando, si leyeras esto- sólo los zonzos sufren gratis. Y sí, pues. Tú ganas, como siempre. De modo que basta. Suficiente por hoy con el coro de los lamentos. Respetemos el feriado, por lo menos.
«Me gustaron mucho las fotos, sales bastante buenmozón, pero hay algo que me da curiosidad: ¿quién te las toma tan bien, ah?, ¿no será que te has agenciado alguna gringa como fotógrafa personal? Cuenta, cuenta.» (5 de octubre de 1990).
Pues fíjate que no, debo confesarte que fotógrafa no era, ni tampoco gringa ni nada que termine en 'a'. Esa partecita irrelevante de la historia sí que te la perdiste y tanto mejor que fuera así. Mejor que no tuvieras jamás que ver mi cara ni mi nombre masacrados en portada. Mejor que no tuvieras que reclamar que te dé nietos que difícilmente llegarán. Tal vez eso sea lo único bueno de todo esto. Que todo estallara y que tú no te dieras cuenta. Así que no voy a ponerme triste con reproches. Ni calculando cuán velozmente avanza el mal ni mucho menos pensando en que mañana te habrás ido, nada de eso, nunca, ni de vainas. Hoy voy a estar contento. Voy a estar, no. Estoy contento porque estás apretando mi mano, porque todavía puedo contarte secretos al oído, porque te puedo dar tu leche asada en la boca, cucharadita por cucharadita. Porque quizás, dentro de un rato, en el colmo de la suerte, me sonrías. Mírame, antigua. Soy Betito, el engreído, el gordinflón, el que se hacía la pichi en la cama hasta los doce, el recontra lorna, el mátalas-callando, el despelotado, ese soy yo. Y vaya que tengo tus ojos, tus malas pulgas, tu terquedad, tu risa, tu pasión, tus manos. Somos igualitos, ¿verdad? Claro que sí, toda la Asociación de Damas de San Borja lo confirma: ¡pero cómo he crecido! ¡Estoy grandazo! Grandazo y fuerte como un tanque porque tengo a quién salir. Ya tú sabes: siempre con nuestra mejor sonrisita cachosa por delante, así se nos esté desmoronando el corazón como un alfajorcito de maicena, así se nos esté viniendo el maldito techo en la cabeza, ¿tú?, mantén incólume el peinado sixties y ya está, ¿tú?, recontra distinguida, ¿tú?, tranquila, que aquí no pasa nada porque yo estoy contigo. Yo te cubro, mamá, yo te abrazo con todita mi humanidad. Mírame. Soy tu hijo y tú también eres mi hija, ahora. Yo te cuido, vieja. Yo solito. ¿Para qué más? Yo soy Beto Ortiz Pajuelo, por si acaso, el hijo de Irmita, el que acaparó todo el geniazo del abuelo Max, ese mero, el que escribe mejor que ningún otro cabrón sobre esta tierra, aunque les duela. Oh, yes. Así es. Indudablemente. Un grande, claro que sí. Salud entonces, doña Irma, con nuestro infaltable coctelito de algarrobina, aunque sea con cañita, ya qué importa, sin derramar nada sobre el individual, despacio que nadie la apura, de a sorbitos. Un grande. Por ti, para ti, desde ti. Salud, viejita y bendito sea este silencio que también nos ha abrazado, jubiloso. Salud porque todavía estás aquí.
(*) Aparecido en su columna del diario Perú21
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