5.11.07

EL PERRO QUE SABIA LEER PERO NO ESCRIBIR





El perro y su amo por Jorge Bruce (*)
En su comentado artículo del domingo pasado -"El síndrome del perro del hortelano"-, el presidente recurre a un popular refrán para caracterizar la actitud de una serie de peruanos que, en su opinión, ni explotan ni permiten explotar una serie de recursos y riquezas del país. Hace bien el primer servidor del Estado en señalar derroteros y puntualizar falencias en nuestras actitudes como ciudadanos. No obstante, ese artículo adolece de un grave desequilibrio a la hora de repartir responsabilidades en los obstáculos para el enriquecimiento del Perú.
Según Alan García, lo que se observa en todas las regiones -el mar incluido- es la resistencia de determinados grupos que impiden a la gran inversión convertirnos en un país próspero. Y es ahí donde salta a la vista la ideología que subyace al texto, tan arcaica como la que denuncia. Lo que nos plantea es una amalgama en la que se entreveran "el tabú de ideologías superadas, por ociosidad, por indolencia o por la ley del perro del hortelano que reza: Si no lo hago yo que no lo haga nadie".
Existen, sin duda, ideologías superadas en el país (el marxismo decimonónico parece ser aquella a la que alude el presidente). Lo que no puede hacer un mandatario es generalizar de esa manera imprecisa, mezclando en el mismo saco a medioambientalistas, dirigentes comunales y sindicales o presidentes regionales. Todos ellos conformarían un bloque retrógrado, opuesto a las inversiones masivas de capital que agita como la panacea a nuestros males. Ese es el discurso de un representante de las grandes corporaciones, que tienen los suyos y con todo derecho. Pero al señor García lo hemos elegido para que nos gobierne de manera democrática, es decir tomando en cuenta las diversas maneras de pensar y los variados intereses que integran una nación. No para que tome partido por un solo grupo -el de los poderosos- y señale a quienes pongan condiciones a su intervención como enemigos del progreso.
Ese no es el papel del Estado. Lo que le corresponde es armonizar criterios e intereses, proponiendo soluciones que nunca serán perfectas, pero serán acatadas en virtud de un consenso en el que cada cual entienda que debe ceder por el bien común. Y eso solo se consigue en una cultura de diálogo y escucha, no de antagonismo y culpabilización. Ni todos los que exigen determinadas condiciones para la inversión masiva son integrantes de la "telaraña marxista", ni todos los grandes empresarios son depredadores del medio ambiente. A su vez, existen saboteadores con agenda propia, así como empresarios -grandes y pequeños- que incumplen la legalidad vigente. La función del Estado y su jefe consiste en asegurarse que esa legalidad sea propicia -no un obstáculo burocrático- y sobre todo que se cumpla, sin excepción.
Pero su división maniquea entre buenos y malos -inversionistas y cualquiera que se oponga a la inversión, sean o no válidas sus razones- es un razonamiento simplista y persecutorio de esos chivos expiatorios que, en su novísima visión, impiden la explotación de las ingentes riquezas sobre las que estamos sentados, jadeando y ladrando. Por eso no es casual la metáfora que ha elegido, acaso inconscientemente: el perro del hortelano es ese animal que "ni come ni deja comer a su amo". No queremos una sociedad de siervos y amos: esa la tenemos desde hace siglos. Queremos una democracia en donde la riqueza la creemos entre todos, y no solo gracias al chorreo del gran capital.


(*) De su columna del diario Perú21

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