El gran teatro de la democracia por Guillermo Giacosa (*)
Me hace mucho daño vivir esa sensación que mezcla repugnancia con impotencia cuando me informo sobre ciertos hechos del acontecer mundial o local. Mi cerebro comprende y no comprende lo que lee o lo que ve. No es un juego de palabras. Comprende las razones, pero no puede comprender la inmensa insensatez que trata de ocultar la palabrería que describe la información. Hace unos días observé por TV cómo los pacíficos policías canadienses asesinaban a un inmigrante polaco en el aeropuerto. Sin balas, sin sangre, solo con una fulminante descarga de 50 mil voltios.
Quizá sancionen a los criminales, quizá les apliquen un castigo administrativo, como una semana menos de vacaciones o cosas así. Quién no se va a asustar y reaccionar como reaccionaron los cuatro valientes policías si la persona que tienen frente a ellos habla un idioma incomprensible y parece estar muy disgustada por el trato. Hay que ponerlo en vereda y qué mejor que una descarga eléctrica para que el díscolo comprenda. En todo caso, el hecho se olvidará pronto y solo, cuando hablemos de Canadá, recordaremos que tiene muchos menos crímenes que los Estados Unidos, como nos enseñó Michael Moore.
Todavía con esas imágenes en la memoria asistí, por la noche, vía CNN, al debate de los ocho precandidatos a la presidencia del Partido Demócrata. Es indudable que hay unos peores que otros, pero no puede negarse que como puesta en escena de cómo funciona la democracia era una representación de primer nivel. Solo una representación porque en una democracia se presupone que lo que debe primar es la defensa de los intereses populares, y sabemos muy bien que, más allá de las palabras, son las grandes corporaciones las que financian las campañas y, a estas, cualquier interés que esté más allá de sus beneficios económicos le es indiferente. Claro, también hay aportes particulares y aportes de las corporaciones hechos a través de particulares para no quebrantar la ley.
Un dato muy importante, sobre el que ya escribí hace tiempo: la belicista Hillary Clinton, quien ya ha recibido más de 100 mil dólares de la industria de la guerra, jugó a la pacifista. Sabe que el pueblo de EE.UU. está harto de tantas guerras luego de sufrir las disparatadas aventuras de Vietnam, Afganistán e Irak y, por el momento, no parece oportuno mostrar las garras. Pero que esta industria haya aportado más dinero a su figura que el que ha cedido a los halcones delirantes del Partido Republicano es un indicio que no puede dejar de ser tenido en cuenta.
Más allá de eso y de las apariencias democráticas, quedó dramáticamente en evidencia el acuerdo de ambos partidos para no perjudicarse. Solo un candidato, Kucinich, osó hablar de un juicio político a Bush y ninguno expresó su pesar por los dos millones de muertos en Irak (contando la primera invasión y el embargo). Ese silencio, que encierra una inmensa soberbia, dice, para mí, mucho más que los propósitos expuestos por los candidatos.
(*) Aparecido en su columna del diario Perú21
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