El odio de Dios por Beto Ortiz (*)
Colapsó. La famosa imperturbabilidad, el supuesto estoicismo, los nervios de acero que los periodistas nos pavoneamos siempre de tener, la blindada resistencia ante el horror ajeno -con este sismo- colapsaron también. No he visto, en 20 años de coberturas, ni la cuarta parte de lo que debe haber visto, qué se yo, Kapuscisnki, Pérez Reverte, Zileri, Thorndike, Guerrero sin ir más lejos. He visto sí -por haber alcanzado a reportear en los aciagos días del terrorismo- bastantes más muertos que un cirujano promedio y entiendo a la perfección los sollozos con los que, al teléfono, suplicaba un cachorro fotógrafo a sus editores -desde Pisco- que tuvieran piedad de él y lo sacaran de esa maldita pesadilla.
Así como los limeños menores de 30 no tenían -hasta la semana pasada- la más pálida idea de qué diablos eran los terremotos, los aguerridos periodistas de esa misma generación tampoco tenían forma de saber, en sangre propia, qué se siente pararse en una plaza de armas a sacarle fotos a formaciones enteras de cadáveres hinchados mientras, de repente, alguien reconoce una medallita o un vestido floreado en medio de la horrenda putridez y entonces aúlla y gime y se echa a correr absurdamente como un pobre perro al que un camión acabara de pasarle por encima. ¿Qué es lo que los manuales de periodismo aconsejan en esos casos? ¿Qué hay que hacer con el micrófono inalámbrico?, ¿es mejor una toma fija en plano medio o un paneo no muy lento?, ¿transmitir en vivo o diferido?, ¿qué tipo de lente nos conviene usar? ¿Cuál ha de ser la primera pregunta -éticamente correcta- que hay que formularle a una joven mujer cuyo hijo de dos años acaba de morir con la cabeza destrozada por un trozo de pared que le cayó encima desde un cuarto piso? Díganme ustedes. Ilústrenme. Transmitan ustedes el drama humano sin solazarse en la desgracia. Exhiban mesura, ponderación, buen gusto, misericordia. Tres, dos, uno, grabando. A ver, pues, ensayen alguna pregunta respetuosa.
El niño existió y se llamó Adriano Núñez Sánchez (2). Su madre, Victoria Elizabeth (28), maestra de escuela, Elisa para los amigos, sus padres ancianos sobreviven con ella en la misma choza indigna enclavada en mitad de la polvareda, tiene otro niño de siete que vio a su hermanito morir delante de él pero eso a ustedes -que no tienen cómo saber ni qué cara tenía- les dice muy poco o, de repente, nada. A Elisa la entrevisté el domingo pasado en San Clemente, esa misérrima comunidad a la entrada de Pisco donde el nivel de vida puede perfectamente competir con el del África subsahariana . No fui en busca de su testimonio pues no tenía noticia alguna de su caso, fue ella la que, al ver que llegábamos con una cámara de TV, corrió -como muchos- a nuestro encuentro, desesperada, como si estuviera convencida de que algo podríamos hacer para atenuar el infierno que crepitaba en su interior. Como si supiera que, tarde o temprano, lo habríamos de escribir y como si aquel fuera el único modo de dejar constancia de que su bebito existió, la última esperanza de que esa vida no quedara en el olvido. Parece que cuando ya lo has perdido absolutamente todo, lo único que te queda (y que nadie te puede quitar) es tu derecho de contarlo. Pero para un reportero es imposible administrar tamaño superávit de relatos. Cada nuevo damnificado tiene siempre algo aún más terrible qué declarar que el anterior. Es como si todos se hubieran sentado sobre los escombros de sus casas a esperar, día tras día, que llegue cualquier N.N. con tripas y corazón suficientes para escucharlos: venga a filmar cómo ha quedado mi casa, señor, trepe ese muro y tómele foto a los cerros de donaciones que nadie reparte, diga en su canal que a los niños que se salvaron, nos los está matando el frío, señor, así diga. Es como si los sobrevivientes del cataclismo deambularan doblados por el peso de ese relato ominoso que aún no han tenido chance de contar.
No tuve necesidad de preguntarle nada. Elisa había comenzado a desmenuzar su dolor desde mucho antes de que la cámara la enfocara siquiera. En virtud de algún extraño tipo de deformación profesional o de mecanismo de defensa que mi organismo debe haber desarrollado, siempre tiendo a pensar automáticamente en otra cosa cuando me tocan este tipo de historias. Mientras escucho los extenuantes detalles de cómo expiró el finado en cuestión trato de acordarme, por ejemplo, de qué cosas urgentes tengo que hacer mañana a primera hora: pagar la renta, llevar la ropa a la lavandería, acompañar a mi viejo a su cita con el neurólogo. Debo creer que -si me zambullo en cada tragedia- corro severo riesgo de volverme loco. Si ya hay un aparato encendido que lo está grabando todo, no veo la necesidad de grabármelo yo también. Pero las inconsolables lágrimas de Elisa pudieron más que todas mis mañas de coleguita periodiquero: me obligaron a escucharla completamente, a impregnarme de su infortunio hasta los huesos: «¿Qué hago yo aquí sentada llorando y llorando a mi hijo si sé que ya nadie me lo va a devolver?,¿ si nadie me va a ayudar?,¿ si sé que estoy sola en el mundo y así sola como estoy, me voy a tener que levantar porque si yo me derrumbo del todo, qué va a ser de mis padres, de mi otro hijo?¿Acaso no se van a derrumbar también?». Me pasó con ella algo que no me pasaba hacía ya bastante tiempo con un entrevistado. Me pasó lo mismo que a Mabel Huertas de Día D frente a aquel recién nacido crucificado en un hospital de Ica por las atroces poleas de tracción con las que los médicos intentaban salvar sus piernecitas partidas en sabe Dios cuántos pedazos por el peso del adobe. Lo mismo que a un camarógrafo amigo que terminó por quebrarse como un niño al comprobar que, la silla de ruedas desechada por un pariente suyo, era heredada ahora por Anita, una pequeña de cinco o seis años que -con síndrome de Down, con las piernas lisiadas, sin zapatos- daba de roncos gruñidos como un animalito enfurecido.
Aun a sabiendas de que semejante arranque no nos hacía buenos ni malos ni regulares ni le servía tampoco a nadie para componer nada, terminamos la grabación dejando en las manos de Elisa una chanchita, el contenido íntegro de nuestras más bien esbeltas billeteras: doscientos soles, la misma cantidad (prestada) que le había costado enterrar a su bebé en un rústico cajoncito de madera. ¿Cristiano complejo de culpa, vocación frustrada, súbita caridad? Pónganle ustedes el nombre que quieran. Cuatro días después regresé a San Clemente y la busqué en la misma covachita al borde de la autopista. Tras corta espera, ella asomó entre las exhaustas esteras, toda soñolienta, aún cubierta por una gruesa capa de polvo ceniciento. Evadiendo el sarcasmo de algún faltoso miembro de mi team que susurraba impertinencias, («¡Tranquilo, Ferrando!»), puse en sus manos la enorme carpa Mountain Gear que, en improvisada subasta, algún televidente le canjeó el miércoles a Gianmarco por su último disco autografiado. Al recibirla, Elisa sonrió de modo casi imperceptible y, por un segundo, pareció transfigurarse. Ya sin la mueca del espanto dibujada en los labios, la encontré distinta: más serena, más fuerte aún e incluso un poco bonita. «Nada te obliga a adoptar a todos tus entrevistados» me dijo, alguna vez, cachosamente, el director del diario en el que pagaba piso como practicante. Se burlaba, claro, de mi clásico idealismo adolescente de reporterito amateur que siente que su carrera ha fracasado si no logra conseguirle muletas a todos los poliemielíticos del mundo, válvula de Pudens a todos los hidrocefálicos, donante de médula a todos los leucémicos.
Después, claro, a fuego lento, te vas cociendo, vas macerando, te vas curtiendo y -con un poco de experiencia y otro poco de suerte, supongo- te vas acostumbrando, vas creciendo, vas madurando y madurando hasta que un día maduras tanto que ya absolutamente todo termina por llegarte al huevo. Pero no hay que olvidarse nunca lo que la vieja canción de Los Prisioneros nos enseñó: un poquito de amor puede cambiar al mundo, muchachos. Aunque de repente no, de repente exageran porque al mundo, seamos realistas, no lo cambia nadie. Ni siquiera ese Dios que -en opinión de Vallejo- nunca supo ser Dios porque nunca fue hombre y estuvo siempre bien, ese que parece que, en el fondo, nos odiara porque nos manda, ya ustedes saben, las zanjas oscuras, los bárbaros atilas y la resaca de todo lo sufrido que se empoza en el alma, yo no sé. Por alguna misteriosa razón, mientras, a merced de la paraca que esparce el polvo de los muertos por doquier, recorría las ruinas de lo que en vida fue el antiguo puerto de Pisco con una máscara de doctor y una conjuntivitis galopante, me acordaba muy poco del genio pisqueño Valdelomar y su infancia dulce, serena, triste y sola y sí mucho, en cambio, del apocalíptico Vallejo. Probablemente porque tras haber homenajeado mis raíces catecúmenas voluntariando apenas un poquito en estos días, tratando, con las justas, de cerciorarme de que la ayuda de unos pocos llegue a los muchísimos a los que tiene que llegar, me he convencido del todo de que, en esta porción malherida del mapa, la catástrofe no data del 15 de agosto, para nada. No nos engañemos. La verdadera desgracia es anterior al terremoto y a sus 7.9 en la escala de no sé qué. No hablo de todo Ica, ni siquiera de todo Pisco. Hablo, con las justas, del hambriento San Clemente. El viernes que acaba de pasar, en las cuatro o cinco horas que duró el reparto de las generosas donaciones de mis amigos del programa, debe haber desfilado frente a mis ojos toda la miseria inconmensurable del Perú. Más pobreza, peor pobreza de la que he visto nunca en todo el resto de mi vida de periodista peruano. Miseria 7.9. Este terremoto ha sido, en realidad, la brutal erupción de un volcán de miseria que, en este país, se rebalsa por los cuatro costados. Y ha sido viéndola, lo confieso hidalgamente, que he llorado. No sé si de impotencia o de vergüenza o de una mezcla de las dos. Constatándola me he hecho a mí mismo un sencillo pero significativo juramento. Me he jurado no volver a tolerar delante de mis cámaras, el sufrimiento. Me he jurado usarlas, por todo el tiempo que me reste, para levantar a gente del suelo y nunca más para derribarla. Para mejorar un poquito este país y no para terminar de hundirlo. Tal mi humilde plegaria de reportero. Siéntase libres de persignarse conmigo los que estén de acuerdo. El viernes que acaba de pasar he visto mujeres con el lomo arqueado acarreando ollas comunes con un brazo y con el otro, cargando niños que, probablemente, ya habrán caído víctimas de la bronconeumonía cuando ustedes lean esto. He visto viejecitos parados sobre sus huesos rotos, haciendo colas de cuadras y cuadras, de horas y horas con tal de recibir una pinche botella de agua, una conserva de pescado, una colcha usada, un puñadito de menestra. He visto niños que, aún aterrorizados por el paso del monstruo desconocido, estallan en llanto apenas intentas preguntarles algo, lloran en ese llanto ronco y sin lágrimas tan característico de los hambrientos, de los desnutridos, de los deshidratados que ya no tienen ni con qué llorar: niños plomizos y famélicos que estiran sus manos para recibir un chancay, lo devoran en segundos, lo desaparecen, se lamen las últimas migajas de las manos y vuelven a estirarlas con una desesperación que no tiene perdón de Dios. No hay que olvidarlos de nuevo. No hay que olvidarse nunca de lo que te enseñaron de chico en el colegio: aunque hables el idioma de los ángeles, si no tienes amor, tus palabras resonarán como címbalos. Aunque tengas el don de la profecía y entiendas todos los misterios y poseas toda la riqueza y todo el conocimiento. Aunque tengas toda la fe y muevas todas las montañas. Si no tienes amor, no eres ni mierda. (Es palabra de Dios. Te alabamos, señor).
(*) De su columna del diario Perú21.
Extraordinario artículo de Beto, quien se merece además de nuestro puto respeto ( que no es nada frente a esta pieza maestra) nuestro sincero agradecimiento por habersela tratado de jugar por estos ideales, que a veces suelen ser una pajita, frente a la hereje china seductora de la quincena.
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