Acuérdense del olvido por Beto Ortiz (*)
Pasado mañana es el Día Mundial de la Lucha contra el Alzheimer, y siendo que le conozco el rostro muy de cerca pues vive en mi casa desde hace ya bastante tiempo, creo que es buen momento de recordarles lo feo que es, en la única esperanza de que, a la menor sospecha, puedan detectarlo en sus esposos, padres, tíos o abuelos. El Alzheimer es un desorden cerebral progresivo e irreversible que se caracteriza por la pérdida gradual de la memoria acompañada de trastornos de personalidad, comportamiento extraño o inusual y declive paulatino en la capacidad de pensar. Estos daños se producen como consecuencia de la muerte de células cerebrales y del colapso de las conexiones que las unen. Tanto el proceso de la enfermedad como el ritmo de deterioro son variables. Los enfermos de Alzheimer suelen vivir de 8 a 10 años e incluso algunos llegan vivir hasta 20 aunque ello no constituya, necesariamente, una bendición. En cualquiera de los casos, se trata, en realidad, de una lenta y crudelísima agonía. No sólo para quien sufre el mal sino, sobre todo, para la familia que suele llevar la peor parte. Para más información llamar al 442-0366 o escribir a alzheimerperu@gmail.com
Mi madre fue diagnosticada de alzheimer en 1995. Mi padre, recién el año pasado. (Dicen los médicos que, en su caso, se trata de una variedad aún no estudiada a la que denominan el "alzheimer solidario"). Pese a que la enfermedad se conoce desde 1906, año en que fue descrita por primera vez por el psiquiatra alemán Alois Alzheimer, tengo la impresión de que se ha "puesto de moda" en el mundo recién en los últimos años. Cuando mi madre empezó a mostrar los primeros síntomas de su "mala memoria", nadie en Lima tenía la menor idea de lo que era el alzheimer. Ni siquiera los médicos. Recuerdo que la primera vez que la llevé a la clínica, el neurólogo no tuvo mejor idea que recetarle infusiones: unas intragables tisanas de romero que debía beber tres veces al día y que significaban una tortura china para ella, que no tomaba otra cosa que café, pues siempre había aborrecido las manzanillas, los aníses y las hierbaluisas que le sabían, pues, justamente, a remedio. Hoy, doce años más tarde, debe tomar, varias veces al día, hasta cinco tipos de pastillas diferentes: Eutebrol de 10 mg, Kinabide de 5 mg, Carencil de 5 mg, Reminyl de 8 mg, y Aurorix de 150 mg. Tengo, sin embargo, la triste impresión de que semejante cóctel medicamentoso le ha hecho exactamente el mismo efecto que el homeopático brebaje de antaño, es decir: ninguno. Y la razón es bastante simple de entender: El alzheimer es una enfermedad terminal. Lentísima, pero terminal. Un diagnóstico temprano puede, con la escasa medicación existente, postergar un poco sus efectos, posibilitar mayor tolerancia y comprensión para con el paciente, mejorar su calidad de vida mas no curarlo. El alzheimer no se cura pero, en cambio, sí se hereda: se camufla entre tus genes desde que empiezas a existir, desde mucho antes de que nazcas, inclusive. Salvo dedicar un tiempo al día a la lectura, el ajedrez, el geniograma o cualquier clase de gimnasia intelectual, no existe manera de prevenirlo eficazmente. No obedece a ninguna causa en especial. Como nacer con los ojos verdes, es cuestión de suerte: una lotería, una rifa, allí está, el alzheimer es una rifa. Y vaya que yo tengo todititos los boletos.
Intentando diagnosticar el mal que aquejaba a mi madre, (que, a la sazón, tenía 70 años), varios doctores -de aquí y también del extranjero- se deshicieron en esfuerzos francamente despistados: la sometieron a todos los exámenes habidos y por haber: desde la sofisticada resonancia magnética hasta la dolorosa punción lumbar, pasando por tomografías, radiografías, encefalografías y todas las grafías. Pruebas en mano, aventuraron los resultados más disímiles: desde los recontra obvios y cantados (arterioesclerosis) hasta otros, más rebuscados e inverosímiles, (¡triquinosis cerebral!). Los pobres estaban, como es evidente, flotando a la deriva en el espacio sideral. Hoy, si usted acude a la consulta de un neurólogo para un despistaje de Alzheimer, puede estar absolutamente seguro de que no le van a clavar ninguna aguja, ni lo van a exponer a ninguna radiación, ni le van a pedir que se quite la ropa, ni siquiera será menester ponerle el estetoscopio. Lo único que el médico podrá hacer para tener alguna pista -de lo más remota e imprecisa- sobre si usted es o no víctima del mal, será formularle algunas preguntas muy sencillas. Le preguntará, por ejemplo, el nombre del presidente actual y de los tres presidentes anteriores, le pedirá que escriba los nombres de todos los países de Europa que recuerde, (o quizás las palabras que empiezan con "p") o lo instará a que, pasados unos minutos desde que se la dijo por primera vez, repita usted de memoria la siguiente frase: "Para que un país moderno y globalizado alcance la seguridad, el desarrollo y la estabilidad debe producir enormes cantidades de madera". Y listo. Ya está. Eso es todo. ¿Será científico semejante método? Me tinca que no mucho, pero tampoco hay más. Es lo único que tenemos a la mano.
No existe, hasta hoy, un método infalible para diagnosticar el mal con cien por ciento de certeza. Eso es algo que solo se puede hacer en laboratorio: desgajándole el cerebro como si fuera una cebolla y estudiándolo, capita por capita. No puede, pues, por el momento, detectarse el mal del todo entre los vivos. Alois Alzheimer estudió los cerebros de varios pacientes que habían muerto después de sufrir, por muchos años, esta extraña forma de demencia que, de modo gradual pero incontenible, los condenaba a olvidarlo todo sin remedio. Nadie ha inventado hasta hoy ninguna otra forma de detectar el mal y todo lo que sabemos sobre él es eso: que es una enfermedad que hace que la gente pierda inexorablemente los recuerdos: primero, los más recientes, los más antiguos, al final. Esta definición, aunque correcta, no refleja, en toda su dimensión, su inconmensurable capacidad destructiva. Más de una vez he escuchado declaraciones de políticos y artistas nacionales que, tratando de hacerse los chistosos, creen insultar a alguno de sus rivales diciendo de él que «¡Huuuy, ya está con el alzheimer!», como si fuera una gracia, como queriendo decir que ya está senil, que se olvida lo que le conviene, que no se acuerda la vaca cuando fue ternera. Me hierve la sangre cuando alguien se refiere así, con tantísima ignorancia y ligereza, a algo que para mí es, sin más, sinónimo de tragedia. Se lo pensarían dos veces si conocieran, aunque solo fuera por un día, el horror de ver cómo la persona que más quieres se va diluyendo, se va esfumando poquito a poco delante de ti hasta convertirse -cual si hubiera sido atacada por una gigantesca araña atrapamoscas- en un cuerpo inmóvil y sin nada en su interior: un carapacho, un cascarón inútil y vacío. Se equivocan los que creen que alzheimer es sinónimo de ancianidad: está probado que se puede ser presa de él desde los treinta, aunque los pacientes que han caído en sus fauces antes de los sesenta sigan siendo minoría.
Es verdad que el alzheimer consiste en olvidarlo todo, pero dicho así, de modo tan simplista, pareciera que habláramos de una especie de travieso bichito que va a volvernos cada vez más distraídos. Al comienzo, claro, puede resultar hasta divertido comprobar, por ejemplo, cómo el abuelito se olvida de ponerse el pantalón y sale a la calle en calzoncillos o cómo la tía Periquita sale de Wong y le da al taxista una dirección en la que ya no vive hace treinta años pero créanme que conforme avanza la masacre neuronal y el absurdo gana terreno y se enseñorea, todo se va volviendo cada vez menos gracioso. Siendo como soy, mudo testigo de esta especie de evaporación de lo que antaño eran mis padres trato de encontrarle a todo este horror una explicación y hasta ensayo teorías: sospecho que lo que ocurre, en realidad, es que tu cerebro desaprende -en retroceso, en función rewind- absolutamente todo lo que has ido aprendiendo durante tu vida: conocimientos, afectos, destrezas, traumas, miedos, hasta dejarte convertido en un lactante. Un lactante indefenso atrapado en el cuerpo de un anciano. ¿Es entonces exacto definir el alzheimer como la enfermedad del olvido? Pensándolo bien, puede que sí, pues es eso lo único que ocurrirá contigo: olvidarás. Te olvidarás primero de dónde guardaste el dinerito que ahorraste tantos años, para luego irte olvidando, día a día, de almorzar, de bañarte, de usar papel higiénico, de cuál es el teléfono de tu casa, de cómo se llaman tus hijos y de las razones que antes tenías para quererlos, de para qué sirve una cuchara o un zapato, de cómo se hace para masticar un pan y de cuál es la manera correcta de tragarlo. Hasta olvidarte finalmente de cómo se camina, de cómo se sonríe, de cómo se habla, de cómo se orina, de cómo se duerme, de cómo se pasa la saliva, de cómo demonios se respira.
(*) Aparecido en su columna del diario Perú21. El programa de entrevistas de Beto Ortiz ya fue repuesto en su horario habitual de las 23.00 horas en Canal 11
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