¿Sabe Sofía que sophos es sabiduría?
por Carlos Tena
Mi admirado y gran amigo Daniel Chavarría, ese inmenso escritor uruguayo que, como yo (por favor, no crean que se trata de un símil) eligió Cuba para pedir asilo intelectual, político y sentimental, aunque él hace más de tres décadas, fue durante muchos años catedrático de lengua griega en la Universidad de La Habana. Siento en el alma que las clases de ese tesoro cultural, que yo recibiera durante el llamado bachillerato por medio de un voluntarioso pero nada eficaz profesor, no me fueran impartidas por el autor de Allá Ellos o El Ojo de Cibeles, ya que de haber sido así, estoy convencido de que Plutarco (del que me devoré sus Vidas Paralelas) o Platón, seguirían presentes en las estanterías de mi librería. Los dejé en Madrid, al lado del nunca bien ponderado Voltaire o el médico, brujo y vidente español Diego de Torres Villarroel, pero algunas de sus enseñanzas y libros me traeré algún día a la isla más pacífica y justa del orbe. (en la foto: Sofía con el rey de los osos).
De niño, cuando supe que Vanitas, vanitatis et omnia vanitas, era lo mismo que Mataiotes Mataiotetos kai panta matadotes, o sea, “Vanidad de vanidades y todo vanidad”, también supe que me gustaba más el griego que el latín Y es que el griego clásico es todo menos una lengua muerta. Gracias a la inmensa catarata de conocimientos que legaron a la posteridad sabios, filósofos, matemáticos y astrónomos de aquella civilización (que naturalmente tomaron de sus colegas egipcios alguna sabrosa información), hoy puede decirse que Sócrates tenía más razón que Santo Tomás de Aquino (odio las llamadas vías tomistas para demostrar que hay un dios en el universo) cuando afirmaba que “El conocimiento es la virtud, y sólo si se sabe se puede divisar el bien”.
Todo esto viene a colación para lamentar profundamente, que una descendiente de aquel pueblo tan culto y creador, haya demostrado con luces, cámaras y micrófonos, que para ella no valen ni Aristóteles, Homero, Tales o Solón. Y lo ha hecho, por medio de unas sencillas respuestas a las no menos inanes preguntas de una mujer española, Pilar Urbano, modelo de esperpento periodístico, cabalista embaucadora de capullos analfabetos, ejemplo intelectual para aznares y bushes, sibilina juntaletras en la mejor tradición de la Iberia grotesca. La entrevistada, como digo, es una ciudadana griega de origen, aunque con carné de identidad español, ama de casa con palacio, infantas, meninas, doncellas, y toda suerte de sirvientes a su disposición, entre los y las que existirán sin duda, personas que hayan elegido una opción sexual diferente de la practicada por ella: la abstención orgásmica por obligación. Sólo una mente conformada por la autosatisfacción en soledad, solo un cuerpo desaprovechado en su juventud (si es que la tuvo), sólo una personalidad frustrada sexualmente hasta el límite, sólo la ausencia eterna del bendito espasmo del placer carnal, pueden ser causa del lanzamiento al espacio de frases como: “Los homosexuales pueden casarse, pero que no lo llamen matrimonio, porque no lo es”.
Lo ha sentenciado Sofía de Grecia, esposa del ciudadano Juan Carlos de Borbón, del que sobran ahora epítetos que lo definan. Es un Borbón y basta. Estoy seguro, tanto como de que jamás me va a tocar una quiniela (porque no juego), de que Sofía no ha hablado por ella misma. Le ha traicionado el subconsciente, le ha jugado una mala pasada su inexperiencia erótica, al lado de ese personaje tan real, tan amante de la buena mesa, el buen vino, las mujeres rellenitas, las vedettes de opereta, cantantes pop, domadoras de leones o locutoras de radio, que tiene por dueño y señor. Estoy convencido, sin embargo, de que las fantasías helénicas de la hija de Pablo de Grecia, pasarán sin duda por imaginarse en el tálamo revolcándose al lado de Bisbal, o jugar a la gallina ciega, desnuda por los pasillos de la Zarzuela, con Joaquín Sabina, o en el colmo de la imaginación, perseguir por los jardines de palacio, con el salto de cama a medio caer, a un mancebo tan pizpireto como Ruiz Gallardón.
Pobre Sofía, que no tiene ya ciencia ni siquiera en su nombre de pila. Dicen las crónicas rosas, que el ciudadano Jaume D‘ Urgell (hasta hace días enamorado de la República, la democracia y la justicia, y hoy de nuevo, a petición propia, en el pesebre del PSOE) la oyó comentar al terminar su diálogo de merluzas con Pili Urbano: “¿Sabes una cosa? Para Matrimonio, el mío. Y para Patrimonio, el de mi esposo”. Y se perdió entre los salones de palacio riendo de buena gana.
Dicen también que un joven homosexual, militante del PP, había llamado a la Reina y le espetó al oído: “¿Y entonces, cómo quiere su alteza que llamemos a nuestras uniones legales?”. El secretario de la griega respondió: “Yo qué sé, mariconzón, llámale a Zapatero y que te lo diga”.
Lo que no dejo de preguntarme es si alguna vez, Sofía habrá enseñado cómo debe ser el griego, a su augusto esposo romano. Si hasta Mónica Levinsky…
De niño, cuando supe que Vanitas, vanitatis et omnia vanitas, era lo mismo que Mataiotes Mataiotetos kai panta matadotes, o sea, “Vanidad de vanidades y todo vanidad”, también supe que me gustaba más el griego que el latín Y es que el griego clásico es todo menos una lengua muerta. Gracias a la inmensa catarata de conocimientos que legaron a la posteridad sabios, filósofos, matemáticos y astrónomos de aquella civilización (que naturalmente tomaron de sus colegas egipcios alguna sabrosa información), hoy puede decirse que Sócrates tenía más razón que Santo Tomás de Aquino (odio las llamadas vías tomistas para demostrar que hay un dios en el universo) cuando afirmaba que “El conocimiento es la virtud, y sólo si se sabe se puede divisar el bien”.
Todo esto viene a colación para lamentar profundamente, que una descendiente de aquel pueblo tan culto y creador, haya demostrado con luces, cámaras y micrófonos, que para ella no valen ni Aristóteles, Homero, Tales o Solón. Y lo ha hecho, por medio de unas sencillas respuestas a las no menos inanes preguntas de una mujer española, Pilar Urbano, modelo de esperpento periodístico, cabalista embaucadora de capullos analfabetos, ejemplo intelectual para aznares y bushes, sibilina juntaletras en la mejor tradición de la Iberia grotesca. La entrevistada, como digo, es una ciudadana griega de origen, aunque con carné de identidad español, ama de casa con palacio, infantas, meninas, doncellas, y toda suerte de sirvientes a su disposición, entre los y las que existirán sin duda, personas que hayan elegido una opción sexual diferente de la practicada por ella: la abstención orgásmica por obligación. Sólo una mente conformada por la autosatisfacción en soledad, solo un cuerpo desaprovechado en su juventud (si es que la tuvo), sólo una personalidad frustrada sexualmente hasta el límite, sólo la ausencia eterna del bendito espasmo del placer carnal, pueden ser causa del lanzamiento al espacio de frases como: “Los homosexuales pueden casarse, pero que no lo llamen matrimonio, porque no lo es”.
Lo ha sentenciado Sofía de Grecia, esposa del ciudadano Juan Carlos de Borbón, del que sobran ahora epítetos que lo definan. Es un Borbón y basta. Estoy seguro, tanto como de que jamás me va a tocar una quiniela (porque no juego), de que Sofía no ha hablado por ella misma. Le ha traicionado el subconsciente, le ha jugado una mala pasada su inexperiencia erótica, al lado de ese personaje tan real, tan amante de la buena mesa, el buen vino, las mujeres rellenitas, las vedettes de opereta, cantantes pop, domadoras de leones o locutoras de radio, que tiene por dueño y señor. Estoy convencido, sin embargo, de que las fantasías helénicas de la hija de Pablo de Grecia, pasarán sin duda por imaginarse en el tálamo revolcándose al lado de Bisbal, o jugar a la gallina ciega, desnuda por los pasillos de la Zarzuela, con Joaquín Sabina, o en el colmo de la imaginación, perseguir por los jardines de palacio, con el salto de cama a medio caer, a un mancebo tan pizpireto como Ruiz Gallardón.
Pobre Sofía, que no tiene ya ciencia ni siquiera en su nombre de pila. Dicen las crónicas rosas, que el ciudadano Jaume D‘ Urgell (hasta hace días enamorado de la República, la democracia y la justicia, y hoy de nuevo, a petición propia, en el pesebre del PSOE) la oyó comentar al terminar su diálogo de merluzas con Pili Urbano: “¿Sabes una cosa? Para Matrimonio, el mío. Y para Patrimonio, el de mi esposo”. Y se perdió entre los salones de palacio riendo de buena gana.
Dicen también que un joven homosexual, militante del PP, había llamado a la Reina y le espetó al oído: “¿Y entonces, cómo quiere su alteza que llamemos a nuestras uniones legales?”. El secretario de la griega respondió: “Yo qué sé, mariconzón, llámale a Zapatero y que te lo diga”.
Lo que no dejo de preguntarme es si alguna vez, Sofía habrá enseñado cómo debe ser el griego, a su augusto esposo romano. Si hasta Mónica Levinsky…
(*) De Insurgente
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