MIEDO A PERDER LO QUE SE TIENE
La película “Un caso civil”, protagonizada por John Travolta, trata de un abogado cínico y exitoso que actúa contra una compañía multimillonaria por un envenenamiento ambiental que había provocado varias muertes en un pequeño pueblo y, como consecuencia de ello, se va convirtiendo en principista y, por ende, va empobreciéndose. Cuando comparece ante un tribunal para responder por sus deudas, la jueza lo amonesta: “¿Dice usted, abogado, que después de 17 años de ejercer su profesión no cuenta más que con 14 dólares y una radio portátil? Me resulta difícil de creer... ¿Qué pasó? ¿Adónde se fue todo? Me refiero a su dinero, su casa, sus pertenencias personales, todas esas cosas que vamos adquiriendo durante la vida... las cosas por las que uno mide su vida”.
¿Se mide la vida por las cosas que tenemos, confundiendo ser con tener? Si es así, resulta obvio que la posibilidad de perderlas sea contemplada con gran temor, miedo que corresponde a un determinado tipo de sociedad y de cultura. El joven Marx expresó: “Cuanto menos es el individuo y cuanto menos expresa su vida, tanto más tiene y más enajenada es su vida”.
Nuestra sociedad, desde el surgimiento del industrialismo, postuló que la meta de la vida es la felicidad, entendida como la satisfacción de los deseos y necesidades subjetivas. Además, fomentó el egoísmo y la avaricia, y sugirió que sólo mediante ellos el sistema puede funcionar armónica y pacíficamente. Eduardo Galeano, en un diálogo personal, opinó que el sistema se mueve impulsado por dos motores muy poderosos: la codicia y el miedo; este último, el más “eficiente de los dos”. El miedo a perder el trabajo es un vigoroso factor de productividad, además, permite manipular los salarios, generar obediencia, obliga a aceptar lo inaceptable. Lo que hay es el miedo, el pánico a que a uno le suceda lo que reflejó una viñeta de Yaguar, el gran dibujante brasileño, en la que hay un mendigo pidiendo limosna y le dice a un señor que pasa: “Yo soy usted mañana”.
La pasión por las cosas no fue sustentada por ninguno de los “Maestros de Vida” de China, India o el Cercano Oriente. El budismo y algunas orientaciones radicalizadas del hinduismo propugnan el “desapego” como forma de evitar el sufrimiento, aunque así se sacrifique el goce. Es decir, que la vida superior consiste en real y afectivamente desligarse de toda posesión y cercanía, no alegrarse, no indignarse, no sufrir, no proyectar.
En realidad, sólo a partir de los siglos XVII y XVIII se empezó a proclamar en Europa la satisfacción de todos los deseos como meta loable y en ello ha sido clave el protestantismo por su paralelismo entre la bienaventuranza terrenal y la celestial. A ello se refirió Max Weber en “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, donde estableció una firme relación entre los principios de las iglesias del protestantismo ascético y los del incipiente capitalismo por el énfasis en una ética del trabajo y la idealización del ahorro. Ello favoreció la acumulación de bienes y de capital en las colonias de América del Norte y en Holanda. Como el capital adquirido, considerado como un don divino, no debía disiparse vanamente, ello supuso un estímulo de la inversión adecuada. Una característica del puritanismo –la religión de los primeros arribados a América del Norte en el “Mayflower”–, consistía en la idea de que el duro trabajo profesional, el rechazo del lujo y la vocación del ahorro eran condiciones para sostener la pretensión de ser grato a los ojos de Dios. Entonces, si Dios recompensa mi trabajo y mis inversiones crecen lícitamente, ello es vivido como una evidencia de pertenecer al grupo de los “elegidos”. Por eso, según comenta Weber, no es extraño que uno de los más importantes predicadores puritanos, John Wesley, haya escrito: “Debemos aleccionar a todos los cristianos que tienen el deber y el derecho de ganar lo más posible y de ahorrar cuanto puedan; es decir, que no sólo pueden, sino que deben enriquecerse”.
Erich Fromm ahondó en esta convicción, tan contradictoria con el mensaje católico acerca de lo pecaminoso de la codicia: “‘Ganancia’ dejó de significar ‘ganancia del alma’” –como en la Biblia y, más tarde, en Spinoza– y llegó a significar ganancia material, económica, en el período en el que la clase media se libró no sólo de sus grilletes políticos, sino de todos los vínculos con el amor y la solidaridad, y creyó que vivir sólo para uno mismo significaba ser más y no menos”.
El psicoanálisis establece que el ser humano es incompleto, su absoluta inmadurez al nacer le señala que algo le falta, por eso es un ser deseante, por eso su vida es una búsqueda de aquello que puede darle la completud. Por eso ama y dice haber encontrado su “media naranja”. Por eso viaja, estudia, trabaja, compra. Pero la tragedia esencial es que nada de todo aquello lo satisface y por ello su búsqueda, su movimiento, resulta incesante. Esta esencia es comprendida y aprovechada con astucia por la sociedad capitalista que nos fuerza a consumir con la vana esperanza de llenar el agujero de nuestra insatisfacción.
La custodia de la propiedad individual es lo que mueve a las personas a ingresar en la sociedad. “El principal fin que mueve a los hombres a unirse en comunidades económicas y a someterse a un gobierno es la conservación de su propiedad individual (…) El único modo que alguien tiene de despojarse de su libertad natural y someterla a los límites de la sociedad civil, es acordar con otros hombres unirse y asociarse en una comunidad para vivir cómoda, segura y agradablemente unos junto a otros, en el disfrute tranquilo de sus propiedades y con gran seguridad frente al que no pertenece a dicha comunidad” (Freud en “El malestar en la cultura”).
Hoy es claro que ese egoísmo capitalista no es un principio que permita el bienestar de todos, como suponían los teóricos de la economía clásica, con la sola excepción de David Ricardo, puesto que la evolución neoliberal hacia formas exacerbadas de la avaricia y la insolidaridad ha consolidado la noción de que el placer se obtiene en el poseer y no en el compartir. Implica una ética siniestra según la cual soy más cuanto más tengo, sin poder quedar nunca satisfecho porque no hay límite para mis deseos signados por la imposibilidad innata de complacerse. Y ello instituye un undécimo mandamiento: “Usa al prójimo en tu provecho”. Por eso, el concepto de precaución ante el otro, esa niebla de desconfianza que tenebriza la faz de la tierra, se basa en el conocimiento o la intuición de que a uno le pueden hacer lo que uno es capaz de hacerle al otro con tal de tener o de no dejar de tener.
¿Se mide la vida por las cosas que tenemos, confundiendo ser con tener? Si es así, resulta obvio que la posibilidad de perderlas sea contemplada con gran temor, miedo que corresponde a un determinado tipo de sociedad y de cultura. El joven Marx expresó: “Cuanto menos es el individuo y cuanto menos expresa su vida, tanto más tiene y más enajenada es su vida”.
Nuestra sociedad, desde el surgimiento del industrialismo, postuló que la meta de la vida es la felicidad, entendida como la satisfacción de los deseos y necesidades subjetivas. Además, fomentó el egoísmo y la avaricia, y sugirió que sólo mediante ellos el sistema puede funcionar armónica y pacíficamente. Eduardo Galeano, en un diálogo personal, opinó que el sistema se mueve impulsado por dos motores muy poderosos: la codicia y el miedo; este último, el más “eficiente de los dos”. El miedo a perder el trabajo es un vigoroso factor de productividad, además, permite manipular los salarios, generar obediencia, obliga a aceptar lo inaceptable. Lo que hay es el miedo, el pánico a que a uno le suceda lo que reflejó una viñeta de Yaguar, el gran dibujante brasileño, en la que hay un mendigo pidiendo limosna y le dice a un señor que pasa: “Yo soy usted mañana”.
La pasión por las cosas no fue sustentada por ninguno de los “Maestros de Vida” de China, India o el Cercano Oriente. El budismo y algunas orientaciones radicalizadas del hinduismo propugnan el “desapego” como forma de evitar el sufrimiento, aunque así se sacrifique el goce. Es decir, que la vida superior consiste en real y afectivamente desligarse de toda posesión y cercanía, no alegrarse, no indignarse, no sufrir, no proyectar.
En realidad, sólo a partir de los siglos XVII y XVIII se empezó a proclamar en Europa la satisfacción de todos los deseos como meta loable y en ello ha sido clave el protestantismo por su paralelismo entre la bienaventuranza terrenal y la celestial. A ello se refirió Max Weber en “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, donde estableció una firme relación entre los principios de las iglesias del protestantismo ascético y los del incipiente capitalismo por el énfasis en una ética del trabajo y la idealización del ahorro. Ello favoreció la acumulación de bienes y de capital en las colonias de América del Norte y en Holanda. Como el capital adquirido, considerado como un don divino, no debía disiparse vanamente, ello supuso un estímulo de la inversión adecuada. Una característica del puritanismo –la religión de los primeros arribados a América del Norte en el “Mayflower”–, consistía en la idea de que el duro trabajo profesional, el rechazo del lujo y la vocación del ahorro eran condiciones para sostener la pretensión de ser grato a los ojos de Dios. Entonces, si Dios recompensa mi trabajo y mis inversiones crecen lícitamente, ello es vivido como una evidencia de pertenecer al grupo de los “elegidos”. Por eso, según comenta Weber, no es extraño que uno de los más importantes predicadores puritanos, John Wesley, haya escrito: “Debemos aleccionar a todos los cristianos que tienen el deber y el derecho de ganar lo más posible y de ahorrar cuanto puedan; es decir, que no sólo pueden, sino que deben enriquecerse”.
Erich Fromm ahondó en esta convicción, tan contradictoria con el mensaje católico acerca de lo pecaminoso de la codicia: “‘Ganancia’ dejó de significar ‘ganancia del alma’” –como en la Biblia y, más tarde, en Spinoza– y llegó a significar ganancia material, económica, en el período en el que la clase media se libró no sólo de sus grilletes políticos, sino de todos los vínculos con el amor y la solidaridad, y creyó que vivir sólo para uno mismo significaba ser más y no menos”.
El psicoanálisis establece que el ser humano es incompleto, su absoluta inmadurez al nacer le señala que algo le falta, por eso es un ser deseante, por eso su vida es una búsqueda de aquello que puede darle la completud. Por eso ama y dice haber encontrado su “media naranja”. Por eso viaja, estudia, trabaja, compra. Pero la tragedia esencial es que nada de todo aquello lo satisface y por ello su búsqueda, su movimiento, resulta incesante. Esta esencia es comprendida y aprovechada con astucia por la sociedad capitalista que nos fuerza a consumir con la vana esperanza de llenar el agujero de nuestra insatisfacción.
La custodia de la propiedad individual es lo que mueve a las personas a ingresar en la sociedad. “El principal fin que mueve a los hombres a unirse en comunidades económicas y a someterse a un gobierno es la conservación de su propiedad individual (…) El único modo que alguien tiene de despojarse de su libertad natural y someterla a los límites de la sociedad civil, es acordar con otros hombres unirse y asociarse en una comunidad para vivir cómoda, segura y agradablemente unos junto a otros, en el disfrute tranquilo de sus propiedades y con gran seguridad frente al que no pertenece a dicha comunidad” (Freud en “El malestar en la cultura”).
Hoy es claro que ese egoísmo capitalista no es un principio que permita el bienestar de todos, como suponían los teóricos de la economía clásica, con la sola excepción de David Ricardo, puesto que la evolución neoliberal hacia formas exacerbadas de la avaricia y la insolidaridad ha consolidado la noción de que el placer se obtiene en el poseer y no en el compartir. Implica una ética siniestra según la cual soy más cuanto más tengo, sin poder quedar nunca satisfecho porque no hay límite para mis deseos signados por la imposibilidad innata de complacerse. Y ello instituye un undécimo mandamiento: “Usa al prójimo en tu provecho”. Por eso, el concepto de precaución ante el otro, esa niebla de desconfianza que tenebriza la faz de la tierra, se basa en el conocimiento o la intuición de que a uno le pueden hacer lo que uno es capaz de hacerle al otro con tal de tener o de no dejar de tener.
Conversé con el filósofo vasco Fernando Savater sobre el tema durante una entrevista para la televisión:
Fernando Savater: El miedo a perder lo que se tiene está ahondado en todos los seres humanos porque en el fondo la pérdida del mundo equivale a la muerte, entonces, cuando vamos perdiendo cosas, tenemos la sensación de que vamos dejando el mundo o que el mundo nos va dejando a nosotros
Pacho O’Donnell: Tener es muy importante.
Savater: Más que ser.
O’Donnell: Entonces, si tener es muy importante, dejar de tener también es muy importante.
Savater: No es solamente la utilidad, porque la mayoría de las cosas que perdemos no son objetos útiles y los podemos sustituir, se trata de una imagen hacia el otro, no es posible que los demás nos vean como desposeídos. Aparte, tenemos la impresión de que cuando empezamos a perder, los demás van a quitarnos lo que nos queda. Estamos más expuestos a la codicia del resto.
O’Donnell: La ostentación sería lo reactivo.
Savater: Claro, la ostentación es eso que se dice que el dinero llama al dinero, el que ostenta inspira más confianza.
O’Donnell: ¿Ven? Tengo mucho.
Savater: Tengo mucho, y por lo tanto, présteme, porque tiene usted la seguridad de que se lo devolveré.
O’Donnell: Además, quédese tranquilo porque no voy a ambicionar lo suyo.
Savater: El pobre provoca zozobra… Hace un par de meses, entraron ladrones en casa de unos amigos que no guardaban realmente nada de gran valor, o sea que sólo se llevaron un aparato de video y un ordenador, pero tiraron todos los discos, los libros, destriparon los sillones, y entonces me contaban que lo que más los hirió no fue la pérdida material, sino que ver la casa como despachurrada les dio la sensación física de haber sido atacados en su cuerpo.
O’Donnell: Una violación.
Savater: Él se enfermó porque sintió que todo eso no le había pasado a una butaca o a un armario de su casa, sino que era él mismo el que había sufrido esa agresión.
O’Donnell: Los objetos como proyección de uno mismo… Recuerdo que cuando estuve exiliado en España, en el postfranquismo, las personas de buena posición económica blindaban sus puertas, un amigo argentino, también exiliado, descubrió ese nicho de negocio y se hizo rico. En los barrios elegantes de Madrid, se escuchaba el zumbido colectivo de la gente blindando sus puertas. Era una situación de cambio, venía la democracia después de la dictadura, y la fantasía de muchos era que iban a ser despojados de lo suyo.
Savater: Así fue, se suponía que la desaparición de Franco iba a desencadenar saqueos todas las noches y todas las tardes. Pero lo cierto es que la inseguridad aumentó, Madrid era una ciudad relativamente tranquila hace cuarenta años, provinciana, y según fue haciéndose más compleja, más cosmopolita, se fue volviendo más peligrosa.
O’Donnell: La tranquilidad de las dictaduras.
Savater: La paz de los cementerios.
O’Donnell: Acá, en la Argentina, existen también quienes añoran la tranquilidad de la dictadura… A mí me parece que algo esencial es el hecho de que el capitalismo está basado en sentimientos de competencia, de codicia. Hegel decía que el egoísmo es una base fundamental de la sociedad en la que vivimos.
Savater: Teóricamente, el capitalismo está basado efectivamente en el egoísmo racional, pero en el egoísmo racional de todos. El capitalismo tiene un interés lógico en evitar la depauperación de la población puesto de que de lo que se trata es de hacer un intercambio de riquezas, y entonces, cuando se pierde poder adquisitivo, donde hay miseria no puede haber capitalismo, o sea que el capitalismo tiene un interés egoísta en evitar la miseria de la mayor parte de la población. Por eso se fomenta la miseria de otros países, pero no la de los países desarrollados. El problema es ese, que hoy el capitalismo no puede ser visto aisladamente en un país, sino que tiene que ser entendido a escala mundial, y por eso también las soluciones económicas que se enfoquen deben estar pensadas y planeadas a escala mundial. No tiene sentido resolver la situación en un país cuando todos los demás están en desequilibrio.
O’Donnell: Por eso es que, en países como el nuestro, democracia y mercado no son sinónimos.
Savater: No lo son, claro.
O’Donnell: A veces, son absolutamente incompatibles, las reglas del mercado no se proponen los mismos intereses que el funcionamiento democrático.
Savater: Por eso tiene que haber un estado, un estado de derecho, un estado asistencial, un estado de garantías. La mejor fuente de redistribución de la riqueza es contar con buenos servicios públicos, una buena sanidad, una buena educación. Esa es la base para que el capitalismo no se convierta en depredador de la convivencia.
O’Donnell: Un estado fuerte.
Savater: Un estado, por lo menos, eficaz.
O’Donnell: En países como los nuestros, los estados han sido muy debilitados como consecuencia de la ola de privatizaciones, de desregulaciones, de endeudamientos.
Savater: Y porque han sido utilizados de una manera muy oligárquica, cuando funcionaban como estados estaban en manos de unos pocos, no había una verdadera idea de lo público. Yo creo que lo que falta es eso, estados que realmente sean el estado de todos, no el estado de una oligarquía, de un grupo.
O’Donnell: El mundo cambia cuando se establece claramente que existe la propiedad privada. Esa palabra es interesante, ¿no? Porque propiedad privada quiere decir que privas a otros de eso, es decir, mi propiedad privada quiere decir que esa propiedad no va a beneficiar a otros.
Savater: Es la idea de que cada uno de los ciudadanos va a tener, a la vez, una responsabilidad y una capacidad de acción propias. En el momento en que se da la condición de ciudadanos, es bueno que cada uno de ellos tenga un punto desde donde partir para actuar como tales, y ese punto es su propiedad, que en un principio era el suelo que se pisaba.
O’Donnell: Te acuerdas que John Locke, hace muchos años, decía que se tenía derecho solamente sobre la tierra que se trabajaba, el derecho a la propiedad privada estaba en función de su utilidad social.
Savater: Las sociedades se fueron haciendo más complejas.
O’Donnell: Y empezó a funcionar el egoísmo en toda su dimensión.
Savater: Pero el egoísmo ya funcionaba igual antes, lo que pasa que la gente además de tierras después tuvo otras cosas, en el momento en que la gente dejó de vivir en el campo y se trasladaron a las ciudades nació el capital, porque antes, los únicos que tenían propiedades eran los señores feudales, y en esas propiedades habitaban los siervos de la gleba. La forma en la que se liberaron esos siervos, fue el capitalismo, el momento en el que trabajar en las ciudades era remunerado con un dinero y eso les permitía ser propietarios de algo.
O’Donnell: Fernando, hay 700 personas en el mundo que tienen más de 1.000 millones de dólares, eso es patológico, es una enfermedad.
Savater: Eso es efectivamente una enfermedad.
O’Donnell: ¿Para qué quieres 1.000 millones de dólares?
Savater: Es el deseo que funciona como en el vacío, el afán económico funciona en el vacío porque deja sin cumplir los deseos.
O’Donnell: Un amigo mío me dice que si se encuentra con Bill Gates en un bar, los dos van a tomar una coca-cola y no van a poder tomar la segunda.
Savater: Duermes en una cama porque no puedes dormir en cuatro, y el techo que hay sobre tu cabeza puede ser de oro, pero no es más que lo que te cubre. Pero el deseo es infinito, inagotable. Decía Schopenhauer que el dinero es felicidad abstracta, es decir, una felicidad que no se realiza. Todas las realizaciones que logramos por medio del dinero son limitadas porque si te compras una cosa, ya no te compras otra, y lo que acabas de comprar al rato te decepciona un poquito porque ya no es exactamente lo que querías.
O’Donnell: La propiedad privada antes tenía que ver con la durabilidad, ahora con la obsolescencia. Mi padre me mostraba el marbete de su traje y me decía: “Este me lo compré hace 35 años”, y para él era un orgullo seguir usándolo.
Savater: El reloj que llevo normalmente, era de mi padre, ahora se usan y se tiran.
O’Donnell: Eso es un incentivo al miedo a perder lo que se tiene porque las cosas duran poco, están planeadas para que duren poco.
Savater: Pero a la gente le gusta que dure poco. Yo soy un niño de posguerra, entonces, guardo los bolígrafos, me molesta que las cosas se tiren. Cuando algo funciona bien, ¿por qué se la va a cambiar por otra? Pero eso está en contra del sistema, se te estropea el video en casa, entonces viene un señor del service y dice: “Le va acostar a usted más arreglarlo que comprar uno nuevo”. Encima, pregunta: “Además, ¿esto de cuándo es?”. “Lo compré hace tres años”, dices, intimidado. “Es viejo, claro”, remata el otro como si le hubieras dicho que lo compraste hace un siglo.
O’Donnell: Esa es la base de la teoría de Baumann, la sociedad líquida, en la que las relaciones también son fugaces, ligeras, fácilmente desechables. Entonces, no hay forma de no estar angustiado.
Savater: “Nadie puede ser realmente dueño de nada”, decía Spinoza, esa es la lección. Nadie puede ser dueño en el sentido fuerte del término de nada. Hay dos estratos sociales obsesionados con el dinero y con las cosas materiales, son los muy ricos y los muy pobres, porque los dos viven en la frustración de su deseo. Los unos, porque no tienen lo suficiente, y los otros, porque se les ha disparado el deseo y ya nada va a ser bastante.
O’Donnell: El miedo a perder el trabajo es esencial para el disciplinamiento de los trabajadores.
Savater: Porque el trabajo no solamente es una vía de tener un salario, sino también una vía de inserción social. Quien tiene trabajo, cuando le preguntan: “¿Usted, qué es?”, responde: “Yo soy carpintero” o “Yo trabajo en la empresa tal”, es decir, que el trabajo es nuestra forma de inserción social, es nuestra identidad. Un parado no es nadie.
O’Donnell: Fernando, una pregunta personal, ¿qué es lo que más temes perder?
Savater: Me asusta perder la capacidad de leer o el gusto por la lectura. Yo podría vivir sin escribir.
O’Donnell: ¿Podrías vivir sin escribir?
Savater: Pero no sin leer.
Fernando Savater: El miedo a perder lo que se tiene está ahondado en todos los seres humanos porque en el fondo la pérdida del mundo equivale a la muerte, entonces, cuando vamos perdiendo cosas, tenemos la sensación de que vamos dejando el mundo o que el mundo nos va dejando a nosotros
Pacho O’Donnell: Tener es muy importante.
Savater: Más que ser.
O’Donnell: Entonces, si tener es muy importante, dejar de tener también es muy importante.
Savater: No es solamente la utilidad, porque la mayoría de las cosas que perdemos no son objetos útiles y los podemos sustituir, se trata de una imagen hacia el otro, no es posible que los demás nos vean como desposeídos. Aparte, tenemos la impresión de que cuando empezamos a perder, los demás van a quitarnos lo que nos queda. Estamos más expuestos a la codicia del resto.
O’Donnell: La ostentación sería lo reactivo.
Savater: Claro, la ostentación es eso que se dice que el dinero llama al dinero, el que ostenta inspira más confianza.
O’Donnell: ¿Ven? Tengo mucho.
Savater: Tengo mucho, y por lo tanto, présteme, porque tiene usted la seguridad de que se lo devolveré.
O’Donnell: Además, quédese tranquilo porque no voy a ambicionar lo suyo.
Savater: El pobre provoca zozobra… Hace un par de meses, entraron ladrones en casa de unos amigos que no guardaban realmente nada de gran valor, o sea que sólo se llevaron un aparato de video y un ordenador, pero tiraron todos los discos, los libros, destriparon los sillones, y entonces me contaban que lo que más los hirió no fue la pérdida material, sino que ver la casa como despachurrada les dio la sensación física de haber sido atacados en su cuerpo.
O’Donnell: Una violación.
Savater: Él se enfermó porque sintió que todo eso no le había pasado a una butaca o a un armario de su casa, sino que era él mismo el que había sufrido esa agresión.
O’Donnell: Los objetos como proyección de uno mismo… Recuerdo que cuando estuve exiliado en España, en el postfranquismo, las personas de buena posición económica blindaban sus puertas, un amigo argentino, también exiliado, descubrió ese nicho de negocio y se hizo rico. En los barrios elegantes de Madrid, se escuchaba el zumbido colectivo de la gente blindando sus puertas. Era una situación de cambio, venía la democracia después de la dictadura, y la fantasía de muchos era que iban a ser despojados de lo suyo.
Savater: Así fue, se suponía que la desaparición de Franco iba a desencadenar saqueos todas las noches y todas las tardes. Pero lo cierto es que la inseguridad aumentó, Madrid era una ciudad relativamente tranquila hace cuarenta años, provinciana, y según fue haciéndose más compleja, más cosmopolita, se fue volviendo más peligrosa.
O’Donnell: La tranquilidad de las dictaduras.
Savater: La paz de los cementerios.
O’Donnell: Acá, en la Argentina, existen también quienes añoran la tranquilidad de la dictadura… A mí me parece que algo esencial es el hecho de que el capitalismo está basado en sentimientos de competencia, de codicia. Hegel decía que el egoísmo es una base fundamental de la sociedad en la que vivimos.
Savater: Teóricamente, el capitalismo está basado efectivamente en el egoísmo racional, pero en el egoísmo racional de todos. El capitalismo tiene un interés lógico en evitar la depauperación de la población puesto de que de lo que se trata es de hacer un intercambio de riquezas, y entonces, cuando se pierde poder adquisitivo, donde hay miseria no puede haber capitalismo, o sea que el capitalismo tiene un interés egoísta en evitar la miseria de la mayor parte de la población. Por eso se fomenta la miseria de otros países, pero no la de los países desarrollados. El problema es ese, que hoy el capitalismo no puede ser visto aisladamente en un país, sino que tiene que ser entendido a escala mundial, y por eso también las soluciones económicas que se enfoquen deben estar pensadas y planeadas a escala mundial. No tiene sentido resolver la situación en un país cuando todos los demás están en desequilibrio.
O’Donnell: Por eso es que, en países como el nuestro, democracia y mercado no son sinónimos.
Savater: No lo son, claro.
O’Donnell: A veces, son absolutamente incompatibles, las reglas del mercado no se proponen los mismos intereses que el funcionamiento democrático.
Savater: Por eso tiene que haber un estado, un estado de derecho, un estado asistencial, un estado de garantías. La mejor fuente de redistribución de la riqueza es contar con buenos servicios públicos, una buena sanidad, una buena educación. Esa es la base para que el capitalismo no se convierta en depredador de la convivencia.
O’Donnell: Un estado fuerte.
Savater: Un estado, por lo menos, eficaz.
O’Donnell: En países como los nuestros, los estados han sido muy debilitados como consecuencia de la ola de privatizaciones, de desregulaciones, de endeudamientos.
Savater: Y porque han sido utilizados de una manera muy oligárquica, cuando funcionaban como estados estaban en manos de unos pocos, no había una verdadera idea de lo público. Yo creo que lo que falta es eso, estados que realmente sean el estado de todos, no el estado de una oligarquía, de un grupo.
O’Donnell: El mundo cambia cuando se establece claramente que existe la propiedad privada. Esa palabra es interesante, ¿no? Porque propiedad privada quiere decir que privas a otros de eso, es decir, mi propiedad privada quiere decir que esa propiedad no va a beneficiar a otros.
Savater: Es la idea de que cada uno de los ciudadanos va a tener, a la vez, una responsabilidad y una capacidad de acción propias. En el momento en que se da la condición de ciudadanos, es bueno que cada uno de ellos tenga un punto desde donde partir para actuar como tales, y ese punto es su propiedad, que en un principio era el suelo que se pisaba.
O’Donnell: Te acuerdas que John Locke, hace muchos años, decía que se tenía derecho solamente sobre la tierra que se trabajaba, el derecho a la propiedad privada estaba en función de su utilidad social.
Savater: Las sociedades se fueron haciendo más complejas.
O’Donnell: Y empezó a funcionar el egoísmo en toda su dimensión.
Savater: Pero el egoísmo ya funcionaba igual antes, lo que pasa que la gente además de tierras después tuvo otras cosas, en el momento en que la gente dejó de vivir en el campo y se trasladaron a las ciudades nació el capital, porque antes, los únicos que tenían propiedades eran los señores feudales, y en esas propiedades habitaban los siervos de la gleba. La forma en la que se liberaron esos siervos, fue el capitalismo, el momento en el que trabajar en las ciudades era remunerado con un dinero y eso les permitía ser propietarios de algo.
O’Donnell: Fernando, hay 700 personas en el mundo que tienen más de 1.000 millones de dólares, eso es patológico, es una enfermedad.
Savater: Eso es efectivamente una enfermedad.
O’Donnell: ¿Para qué quieres 1.000 millones de dólares?
Savater: Es el deseo que funciona como en el vacío, el afán económico funciona en el vacío porque deja sin cumplir los deseos.
O’Donnell: Un amigo mío me dice que si se encuentra con Bill Gates en un bar, los dos van a tomar una coca-cola y no van a poder tomar la segunda.
Savater: Duermes en una cama porque no puedes dormir en cuatro, y el techo que hay sobre tu cabeza puede ser de oro, pero no es más que lo que te cubre. Pero el deseo es infinito, inagotable. Decía Schopenhauer que el dinero es felicidad abstracta, es decir, una felicidad que no se realiza. Todas las realizaciones que logramos por medio del dinero son limitadas porque si te compras una cosa, ya no te compras otra, y lo que acabas de comprar al rato te decepciona un poquito porque ya no es exactamente lo que querías.
O’Donnell: La propiedad privada antes tenía que ver con la durabilidad, ahora con la obsolescencia. Mi padre me mostraba el marbete de su traje y me decía: “Este me lo compré hace 35 años”, y para él era un orgullo seguir usándolo.
Savater: El reloj que llevo normalmente, era de mi padre, ahora se usan y se tiran.
O’Donnell: Eso es un incentivo al miedo a perder lo que se tiene porque las cosas duran poco, están planeadas para que duren poco.
Savater: Pero a la gente le gusta que dure poco. Yo soy un niño de posguerra, entonces, guardo los bolígrafos, me molesta que las cosas se tiren. Cuando algo funciona bien, ¿por qué se la va a cambiar por otra? Pero eso está en contra del sistema, se te estropea el video en casa, entonces viene un señor del service y dice: “Le va acostar a usted más arreglarlo que comprar uno nuevo”. Encima, pregunta: “Además, ¿esto de cuándo es?”. “Lo compré hace tres años”, dices, intimidado. “Es viejo, claro”, remata el otro como si le hubieras dicho que lo compraste hace un siglo.
O’Donnell: Esa es la base de la teoría de Baumann, la sociedad líquida, en la que las relaciones también son fugaces, ligeras, fácilmente desechables. Entonces, no hay forma de no estar angustiado.
Savater: “Nadie puede ser realmente dueño de nada”, decía Spinoza, esa es la lección. Nadie puede ser dueño en el sentido fuerte del término de nada. Hay dos estratos sociales obsesionados con el dinero y con las cosas materiales, son los muy ricos y los muy pobres, porque los dos viven en la frustración de su deseo. Los unos, porque no tienen lo suficiente, y los otros, porque se les ha disparado el deseo y ya nada va a ser bastante.
O’Donnell: El miedo a perder el trabajo es esencial para el disciplinamiento de los trabajadores.
Savater: Porque el trabajo no solamente es una vía de tener un salario, sino también una vía de inserción social. Quien tiene trabajo, cuando le preguntan: “¿Usted, qué es?”, responde: “Yo soy carpintero” o “Yo trabajo en la empresa tal”, es decir, que el trabajo es nuestra forma de inserción social, es nuestra identidad. Un parado no es nadie.
O’Donnell: Fernando, una pregunta personal, ¿qué es lo que más temes perder?
Savater: Me asusta perder la capacidad de leer o el gusto por la lectura. Yo podría vivir sin escribir.
O’Donnell: ¿Podrías vivir sin escribir?
Savater: Pero no sin leer.
O’Donnell: Borges decía que él era mucho más un buen lector que un buen escritor. Otra personal… imaginemos que estás preso, ¿qué libros pedirías que te llevaran?
Savater: Eso te lo puedo contestar con realismo porque pasé por esa experiencia. Yo leí “La ética”, de Spinoza, en la cárcel de Carabanchel. No había tenido nunca tiempo para leerla a pesar de mi interés, entre otras razones por los sonetos maravillosos de Borges sobre Spinoza. Cuando en España declararon el estado de excepción en el año ’69, yo supuse que me podían detener, como efectivamente ocurrió. Entonces, le dije a mi madre: “Si alguna vez me pasa algo, te pido que me mandes un libro, este que es el que yo quiero”. Todavía guardo ese ejemplar y adentro está el papel de la autorización del cura y el maestro de la cárcel diciendo que no había nada malo en el libro. Estaba escrito en latín y en la traducción francesa, por lo que estoy seguro que ni el cura ni el maestro entendieron nada. Al papelito lo guardo como señalador de páginas dentro de mi ejemplar de “La ética”, de Spinoza.
Para la ética del egoísmo, de la acumulación y del exhibicionismo, verdadera ética del mundo occidental, “debo sentir antagonismo respecto de todos mis semejantes: hacia mis clientes, a los que deseo engañar, hacia mis competidores, a los que deseo destruir, hacia mis obreros, a los que deseo explotar; debo envidiar a los que tienen más y temer a los que tienen menos; pero debo reprimir estos sentimientos para presentarme –ante los otros y ante mí mismo– como el individuo sonriente, sincero, amable que todos simulan ser. La pasión de tener debe producir, así, una guerra de clases interminable” (E. Fromm).
El amor al prójimo ha sido suplantado por el miedo al prójimo:
Miedo a que nos quite el trabajo que tenemos.
Miedo a que no nos dé el trabajo que necesitamos.
Miedo a que nos robe lo que poseemos.
Miedo a que nos mate porque nos interponemos en su frenética tarea de juntar cosas.
Miedo a que, en defensa propia, nos veamos obligados a quitarle su trabajo, a no responder a sus reclamos, a despojarlo de lo suyo, a sacarlo fuera de la cancha.
La frase “yo tengo algo” expresa la relación entre el sujeto y un objeto, implica una definición del sujeto: “Yo soy el que tiene esto”. Así, parece que yo soy lo que tengo. Mi propiedad, entonces, constituye mi identidad. Yo soy yo porque tengo esto y aquello. Las cosas y yo nos convertimos en objetos, y yo las tengo porque tengo el poder de hacerlas mías; pero también existe una relación inversa: las cosas me tienen, debido a que mi sentimiento de identidad, es decir, de cordura, se apoya en que yo tengo cosas, tantas y tan valiosas como me sea posible. El modo de existencia de tener no se establece mediante un proceso vivo, productivo, entre el sujeto y el objeto; hace que objeto y sujeto sean cosas. Su relación es de muerte, no de vida, como lo expresa un conocido chiste:
Un conductor toma una curva excesiva velocidad y se estrella contra un árbol.
–¡Mi Mercedes, mi Mercedes…! –gime, malamente herido.
Un comedido se acerca a ayudarlo.
–¿Qué importa el auto? Usted ha perdido un brazo… –le dice.
Entonces, el accidentado gemirá aún con más fuerza:
–¡Mi Rolex, mi Rolex…!
La ambición de tener se extiende a todos los campos, aun más allá de las cosas. Puede aplicarse a una actividad, una facultad o un proceso. Así, en vez de decir “amo”, “odio” o “pienso”, decimos “tengo un amor”, “tengo odio” o “tengo una idea”. Ya Du Marais, en el siglo XVIII, señaló la impropiedad de estas expresiones. En un libro de 1769, “Los verdaderos principios de la Gramática”, expresó: “Si afirmo ‘tengo una idea’, ‘tengo’ sólo se dice de manera imitativa. Es una expresión prestada. Tengo una idea significa “pienso, concibo algo de esta manera o de esta otra”. También la psicoterapia ha llamado la atención sobre esta enajenación prevaleciente en nuestra sociedad. Se ha observado que el paciente, por lo general, dice: “Tengo una preocupación” en vez de “Estoy preocupado”; “Tengo un matrimonio feliz” en vez de “Soy feliz en mi matrimonio”, o “Tengo insomnio” en vez de “No puedo dormir”. De esta forma, el yo de la experiencia subjetiva se ve reemplazado por la posesión. Esta manera de hablar revela una alienación inconsciente. Cuando alguien abandona a su pareja por otra u otro, es habitual que no se interprete que he dejado de ser amado, sino que alguien robó lo amado. Las cárceles están llenas de personas que han reaccionado violentamente ante tal “despojo”.
La apropiación se da también en las relaciones materno-filiales:
Dos señoras que hacia tiempo no se veían, se encuentran casualmente en la calle. Luego de saludarse con los besos de costumbre, pasan a las preguntas de rigor:
–¿Cómo están tus hijos?
–Bien, muchas gracias.
–¿Cuántos años tienen?
–Juancito, el médico, 4 años, y Robertito, el abogado, 6.
Si el tener mide mi vida, perder lo que tengo equivale a dejar de ser quien soy. El miedo a perder mis pertenencias es propiamente el miedo a no ser nadie. Es, como escribiera Alfredo Le Pera, la perspectiva de “el dolor de ya no ser” –en el tango “Cuesta abajo”, de 1934–. En los tiempos modernos, este temor –entendido como inseguridad de la propiedad, especialmente ante la delincuencia y otros imponderables– ha dado lugar a prósperos negocios, como los seguros contra robos, incendios y otros percances visualizados como causas de pérdida o destrucción de los bienes asegurados. También el acorazamiento de barrios cerrados, custodios y autos blindados.
Esto ha hecho que las principales víctimas de la violencia delincuencial, por su desprotección, sean los sectores humildes, los que menos tienen, los que son propietarios sólo de su esposa y de sus hijos. La palabra “proletario” significa precisamente que únicamente se posee a su prole, la que suele ser numerosa porque ello garantiza que algunos de los hijos sobrevivan a la mortalidad infantil de la pobreza y porque entonces serán mas brazos, sobre todo en las zonas rurales, para luchar contra las dificultades.
Una noción básica que juega en el concepto moderno de Estado reside en la suposición de que este debe garantizar, entre otras cosas, la propiedad privada. Por eso, todo aumento de la delincuencia –robos, hurtos y estafas– o del vandalismo, es visto por amplios sectores de la ciudadanía como una falta inadmisible del Estado. Se exige entonces a las autoridades que cumplan con su garantía. En algunas ocasiones, esta exigencia es razonable. Otras veces, resulta puro histerismo. En estos casos, generalmente, sólo se busca responsabilizar a alguien –la vieja y muy argentina treta del “chivo emisario”–. O se pide al gobierno que instrumente medidas extremas: “mano dura”. Es que los sectores medios son particularmente sensibles al aumento de la delincuencia y del vandalismo, de allí que el surgimiento de los fascismos es un fenómeno asociado mayormente a esos sectores que, ante el miedo de perder lo que duramente se ha logrado, priorizan el orden social a cualquier costo. El ciclo se completa cuando, una vez instalado un orden como el que anhelaban, lo tiránico amenaza otros derechos valorados por a clase.
Al respecto, hay una vieja fábula que lleva por título “El rey de las ranas”:
Un día, las ranas fueron a ver a Zeus y le dijeron que se sentían menospreciadas pues en la selva había un rey, el león, y en los mares también, la ballena, pero el creador de todos los animales no había creído a su charca suficientemente digna como para darle un rey. Zeus sintió simpatía por las ranas, les pidió amablemente disculpas, y al día siguiente clavó un palo en el medio de la charca y puso sobre él una bella corona. Las ranas eligieron un rey y estuvieron contentas un tiempo, pero al cabo volvieron a ver a Zeus y le dijeron que estaban insatisfechas porque el monarca había resultado ser un inservible: no las defendía de los pájaros, no lograba evitar que las ranas disputaran entre sí, no impedía que ranas de otras charcas las invadieran. La vida era un caos. Zeus les preguntó, entonces, qué querían, y ellas contestaron que deseaban un verdadero rey, alguien que impusiera orden, que ejerciera poder y su autoridad. Zeus les concedió el deseo y les envió una culebra que mató a casi todas las ranas.
En nuestro país, el miedo a perder lo que se tiene se ha incentivado traumáticamente debido al saqueo del que han sido víctimas ciudadanas y ciudadanos por parte del Estado. Las devaluaciones bruscas, las hiperinflaciones, las incautaciones de los depósitos bancarios hicieron flagrante el descuido, mejor dicho, la victimización, por parte del Estado y de las instituciones financieras cuya función, teóricamente, era de protección. Esta actitud de vulneración impune de los bancos respecto de los derechos e intereses de la mayoría de sus clientes, exceptuados algunos clientes vips, y la imagen de gobiernos títeres de los grandes capitales e irrespetuoso de los sectores medios y bajos, excepto a la hora de seducirlos para obtener sus votos, ha dejado una huella difícilmente borrable. Ello no ha hecho más que acentuar la alienación. “El miedo a perder lo que se tiene establece con las pertenencias personales una relación perversa: el goce de lo que se tiene resulta imposible; estamos demasiado ocupados con el temor de perderlo” (R. Álvarez). www.revista-noticias.com.ar/
Savater: Eso te lo puedo contestar con realismo porque pasé por esa experiencia. Yo leí “La ética”, de Spinoza, en la cárcel de Carabanchel. No había tenido nunca tiempo para leerla a pesar de mi interés, entre otras razones por los sonetos maravillosos de Borges sobre Spinoza. Cuando en España declararon el estado de excepción en el año ’69, yo supuse que me podían detener, como efectivamente ocurrió. Entonces, le dije a mi madre: “Si alguna vez me pasa algo, te pido que me mandes un libro, este que es el que yo quiero”. Todavía guardo ese ejemplar y adentro está el papel de la autorización del cura y el maestro de la cárcel diciendo que no había nada malo en el libro. Estaba escrito en latín y en la traducción francesa, por lo que estoy seguro que ni el cura ni el maestro entendieron nada. Al papelito lo guardo como señalador de páginas dentro de mi ejemplar de “La ética”, de Spinoza.
Para la ética del egoísmo, de la acumulación y del exhibicionismo, verdadera ética del mundo occidental, “debo sentir antagonismo respecto de todos mis semejantes: hacia mis clientes, a los que deseo engañar, hacia mis competidores, a los que deseo destruir, hacia mis obreros, a los que deseo explotar; debo envidiar a los que tienen más y temer a los que tienen menos; pero debo reprimir estos sentimientos para presentarme –ante los otros y ante mí mismo– como el individuo sonriente, sincero, amable que todos simulan ser. La pasión de tener debe producir, así, una guerra de clases interminable” (E. Fromm).
El amor al prójimo ha sido suplantado por el miedo al prójimo:
Miedo a que nos quite el trabajo que tenemos.
Miedo a que no nos dé el trabajo que necesitamos.
Miedo a que nos robe lo que poseemos.
Miedo a que nos mate porque nos interponemos en su frenética tarea de juntar cosas.
Miedo a que, en defensa propia, nos veamos obligados a quitarle su trabajo, a no responder a sus reclamos, a despojarlo de lo suyo, a sacarlo fuera de la cancha.
La frase “yo tengo algo” expresa la relación entre el sujeto y un objeto, implica una definición del sujeto: “Yo soy el que tiene esto”. Así, parece que yo soy lo que tengo. Mi propiedad, entonces, constituye mi identidad. Yo soy yo porque tengo esto y aquello. Las cosas y yo nos convertimos en objetos, y yo las tengo porque tengo el poder de hacerlas mías; pero también existe una relación inversa: las cosas me tienen, debido a que mi sentimiento de identidad, es decir, de cordura, se apoya en que yo tengo cosas, tantas y tan valiosas como me sea posible. El modo de existencia de tener no se establece mediante un proceso vivo, productivo, entre el sujeto y el objeto; hace que objeto y sujeto sean cosas. Su relación es de muerte, no de vida, como lo expresa un conocido chiste:
Un conductor toma una curva excesiva velocidad y se estrella contra un árbol.
–¡Mi Mercedes, mi Mercedes…! –gime, malamente herido.
Un comedido se acerca a ayudarlo.
–¿Qué importa el auto? Usted ha perdido un brazo… –le dice.
Entonces, el accidentado gemirá aún con más fuerza:
–¡Mi Rolex, mi Rolex…!
La ambición de tener se extiende a todos los campos, aun más allá de las cosas. Puede aplicarse a una actividad, una facultad o un proceso. Así, en vez de decir “amo”, “odio” o “pienso”, decimos “tengo un amor”, “tengo odio” o “tengo una idea”. Ya Du Marais, en el siglo XVIII, señaló la impropiedad de estas expresiones. En un libro de 1769, “Los verdaderos principios de la Gramática”, expresó: “Si afirmo ‘tengo una idea’, ‘tengo’ sólo se dice de manera imitativa. Es una expresión prestada. Tengo una idea significa “pienso, concibo algo de esta manera o de esta otra”. También la psicoterapia ha llamado la atención sobre esta enajenación prevaleciente en nuestra sociedad. Se ha observado que el paciente, por lo general, dice: “Tengo una preocupación” en vez de “Estoy preocupado”; “Tengo un matrimonio feliz” en vez de “Soy feliz en mi matrimonio”, o “Tengo insomnio” en vez de “No puedo dormir”. De esta forma, el yo de la experiencia subjetiva se ve reemplazado por la posesión. Esta manera de hablar revela una alienación inconsciente. Cuando alguien abandona a su pareja por otra u otro, es habitual que no se interprete que he dejado de ser amado, sino que alguien robó lo amado. Las cárceles están llenas de personas que han reaccionado violentamente ante tal “despojo”.
La apropiación se da también en las relaciones materno-filiales:
Dos señoras que hacia tiempo no se veían, se encuentran casualmente en la calle. Luego de saludarse con los besos de costumbre, pasan a las preguntas de rigor:
–¿Cómo están tus hijos?
–Bien, muchas gracias.
–¿Cuántos años tienen?
–Juancito, el médico, 4 años, y Robertito, el abogado, 6.
Si el tener mide mi vida, perder lo que tengo equivale a dejar de ser quien soy. El miedo a perder mis pertenencias es propiamente el miedo a no ser nadie. Es, como escribiera Alfredo Le Pera, la perspectiva de “el dolor de ya no ser” –en el tango “Cuesta abajo”, de 1934–. En los tiempos modernos, este temor –entendido como inseguridad de la propiedad, especialmente ante la delincuencia y otros imponderables– ha dado lugar a prósperos negocios, como los seguros contra robos, incendios y otros percances visualizados como causas de pérdida o destrucción de los bienes asegurados. También el acorazamiento de barrios cerrados, custodios y autos blindados.
Esto ha hecho que las principales víctimas de la violencia delincuencial, por su desprotección, sean los sectores humildes, los que menos tienen, los que son propietarios sólo de su esposa y de sus hijos. La palabra “proletario” significa precisamente que únicamente se posee a su prole, la que suele ser numerosa porque ello garantiza que algunos de los hijos sobrevivan a la mortalidad infantil de la pobreza y porque entonces serán mas brazos, sobre todo en las zonas rurales, para luchar contra las dificultades.
Una noción básica que juega en el concepto moderno de Estado reside en la suposición de que este debe garantizar, entre otras cosas, la propiedad privada. Por eso, todo aumento de la delincuencia –robos, hurtos y estafas– o del vandalismo, es visto por amplios sectores de la ciudadanía como una falta inadmisible del Estado. Se exige entonces a las autoridades que cumplan con su garantía. En algunas ocasiones, esta exigencia es razonable. Otras veces, resulta puro histerismo. En estos casos, generalmente, sólo se busca responsabilizar a alguien –la vieja y muy argentina treta del “chivo emisario”–. O se pide al gobierno que instrumente medidas extremas: “mano dura”. Es que los sectores medios son particularmente sensibles al aumento de la delincuencia y del vandalismo, de allí que el surgimiento de los fascismos es un fenómeno asociado mayormente a esos sectores que, ante el miedo de perder lo que duramente se ha logrado, priorizan el orden social a cualquier costo. El ciclo se completa cuando, una vez instalado un orden como el que anhelaban, lo tiránico amenaza otros derechos valorados por a clase.
Al respecto, hay una vieja fábula que lleva por título “El rey de las ranas”:
Un día, las ranas fueron a ver a Zeus y le dijeron que se sentían menospreciadas pues en la selva había un rey, el león, y en los mares también, la ballena, pero el creador de todos los animales no había creído a su charca suficientemente digna como para darle un rey. Zeus sintió simpatía por las ranas, les pidió amablemente disculpas, y al día siguiente clavó un palo en el medio de la charca y puso sobre él una bella corona. Las ranas eligieron un rey y estuvieron contentas un tiempo, pero al cabo volvieron a ver a Zeus y le dijeron que estaban insatisfechas porque el monarca había resultado ser un inservible: no las defendía de los pájaros, no lograba evitar que las ranas disputaran entre sí, no impedía que ranas de otras charcas las invadieran. La vida era un caos. Zeus les preguntó, entonces, qué querían, y ellas contestaron que deseaban un verdadero rey, alguien que impusiera orden, que ejerciera poder y su autoridad. Zeus les concedió el deseo y les envió una culebra que mató a casi todas las ranas.
En nuestro país, el miedo a perder lo que se tiene se ha incentivado traumáticamente debido al saqueo del que han sido víctimas ciudadanas y ciudadanos por parte del Estado. Las devaluaciones bruscas, las hiperinflaciones, las incautaciones de los depósitos bancarios hicieron flagrante el descuido, mejor dicho, la victimización, por parte del Estado y de las instituciones financieras cuya función, teóricamente, era de protección. Esta actitud de vulneración impune de los bancos respecto de los derechos e intereses de la mayoría de sus clientes, exceptuados algunos clientes vips, y la imagen de gobiernos títeres de los grandes capitales e irrespetuoso de los sectores medios y bajos, excepto a la hora de seducirlos para obtener sus votos, ha dejado una huella difícilmente borrable. Ello no ha hecho más que acentuar la alienación. “El miedo a perder lo que se tiene establece con las pertenencias personales una relación perversa: el goce de lo que se tiene resulta imposible; estamos demasiado ocupados con el temor de perderlo” (R. Álvarez). www.revista-noticias.com.ar/
Colaboración eficaz del Dr Peter Garca.
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