15.12.07

RECUERDOS NAVIDEÑOS








Una vieja nota sobre el 25 de diciembre por Guillermo Giacosa (*)
El 25 de diciembre por la mañana, la cuadra ocho de la calle Ze-ballos, en Rosario, se convertía en una extensión de la fiesta de Nochebuena. No sabía ni me interesaba en ese tiempo de mis siete años qué pasaba en las cuadras vecinas ni en el resto del planeta. El centro del mundo era la cuadra ocho y el ombligo de ese centro, yo.
No comprendía cómo alguien podía habitar en lugares tan poco favorecidos como los que estaban cien metros antes o cien metros después. ¿O es que la gente ignoraba que el núcleo del universo pasaba por el exacto sitio donde mi abuelo había construido la casa que nosotros habitábamos? Allí, la alegría y la fiesta eran totales; más allá, una parodia.
El 25 por la mañana, el piberío del barrio ardía por deslumbrar a sus vecinos con los regalos recibidos la noche anterior. El orgullo, más de una vez, se trastocaba en desilusión o en vergüenza al comparar nuestra humilde pelota de fútbol, amado trofeo de cuero, con el magnífico triciclo recibido por nuestro vecino. Ni hablar del escarnio que padecían los que solo podían mostrar una pelota de goma que, a pesar de haber dormido con ellos, era incapaz de ocultar su enorme humildad ante los otros regalos. Esa Navidad de 1947, alguien recibió el premio más codiciado de esa y de cualquier fiesta: ¡un tren eléctrico! El elegido por la suerte salió con los ojos aún estupefactos pero con las manos vacías a la calle y, antes de que tuviésemos tiempo de apiadarnos de él, nos invitó a su casa a contemplar el superregalo. Su padre, atrapado por el juguete, nos miró con el mismo espanto con el que los pueblos de Oriente observaban la llegada de las hordas de Genghis Khan. Leyó codicia y envidia en nuestros ojos y dijo, sin decirlo, "este es un juguete para adultos". Luego nos permitió que lo viéramos jugar y admitió, con mil precauciones, algunas intervenciones menores de su hijo que, a partir de ese momento, comenzó a comprender lo relativo que es el derecho a la propiedad en manos de un niño.
Aún maravillados por la moderna joya recibida por nuestro vecino y pensando seriamente en exigir una semejante la próxima Navidad, volvimos a la calle y allí, una vez más, la pelota, la mía en este caso, obró el milagro de borrar tecnologías y envidias y nos sumergió en uno de esos partidos callejeros que -a pesar de la oposición de la Porota (insufrible vecina que no soportaba vernos practicar deportes)- eran nuestro pasaporte directo a los arrabales del paraíso.
Así fueron las mañanas del 25 de diciembre durante mucho tiempo: pequeñas reuniones tribales donde un terremoto de emociones contradictorias era resuelto por la presencia hechizante de una pelota de fútbol. No sabíamos aún, aunque nuestra conducta ya lo confirmaba, que lo más importante de la vida no eran los ocasionales chirimbolos llamados regalos sino estar juntos, sentirnos parte de algo. Y ese milagro, sin duda, lo lograba, más que el fastuoso tren eléctrico, la modesta pelota de fútbol.


(*) Aparecido en su columna del diario Perú21

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