Parecía imposible pero ha ocurrido: Alberto Fujimori Fujimori, que durante diez años gobernó el Perú con la brutalidad de las peores satrapías de la historia, está ahora en el banquillo de los acusados para responder por sus delitos ante la Corte Suprema de la República. En el primero de los juicios que se le siguen, por allanar ilegalmente el piso de la esposa de su cómplice Vladimiro Montesinos, disfrazando a uno de sus colaboradores militares de fiscal, en busca de los vídeos de la corrupción que podían comprometerlo, el martes 11 de diciembre fue condenado a 6 años de cárcel y a una reparación civil de 400 mil soles. Y la víspera, 10 de diciembre, se inició el mega juicio en el que el Fiscal Supremo ha pedido para él, por su responsabilidad en dos de los más crueles asesinatos colectivos cometidos durante su Gobierno, los de Barrios Altos y La Cantuta, 30 años de cárcel y el pago de 100 millones de soles.
Es la primera vez en la historia del Perú, y creo que en América Latina, que un Gobierno democrático, siguiendo los procedimientos legales y respetando las garantías que establece el Estado de derecho, juzga a un ex dictador por los crímenes y robos que cometió en el ejercicio arbitrario del poder. Fujimori no podrá ser juzgado por todas las faltas y agravios que abultan su prontuario; sólo por aquellos que la Corte Suprema de Chile admitió en la sentencia que permitió que el ex dictador fuera extraditado al Perú. Pero aun así, este puñado de asesinatos, tráficos y violaciones a los derechos humanos son un diáfano muestrario de los horrores que vivieron los peruanos entre 1990 y 2000 y más que suficientes para que el ex mandatario pase un buen número de años en la cárcel, al igual que Vladimiro Montesinos y el general Hermoza Ríos, ex comandante general del Ejército, el trío que diseñó y puso en marcha la "guerra de baja intensidad" para poner fin a las acciones apocalípticas de Sendero Luminoso.
¿Se hará verdaderamente justicia y el proceso y la sentencia serán probos y rectilíneos? El Poder Judicial tiene muy mala fama en el Perú y el fujimorismo, aunque en repliegue, cuenta con abundantes medios de coerción y reservas económicas producto del saqueo de los recursos públicos -el Perú ha repatriado apenas unos 250 millones de dólares de los cientos y acaso miles de millones mal habidos- pero tirios y troyanos reconocen que la Sala de la Corte Suprema que juzga a Fujimori, presidida por un prestigioso penalista, el doctor César San Martín, parece capaz y de fiar. Es indispensable que el juicio se desarrolle con la máxima transparencia, para que lo que resulte de él sea verdaderamente instructivo y sirva de antídoto a potenciales aspirantes a dictadores. Hay cerca de 150 periodistas extranjeros siguiendo las sesiones, que se transmiten por televisión, de modo que la opinión pública podrá juzgar por sí misma si los jueces actúan con imparcialidad y competencia.
El proceso dará origen a una interesante controversia sobre los alcances y límites de la lucha contra el terrorismo y la subversión, pues la línea de defensa del ex dictador es que si se cometieron "execrables excesos" en la guerra contra Sendero Luminoso y el MRTA (Movimiento Revolucionario Túpac Amaru), ellos se debieron al contexto de violencia enloquecida que generaron en el país los secuestros, asesinatos, coches-bomba y atentados ciegos contra la población civil, de ambas organizaciones terroristas cuyas víctimas, decenas de miles, eran en su inmensa mayoría ciudadanos sin militancia política, sacrificados por el fanatismo.
¿Es lícito combatir el terror con el terror? Protagonista central de este proceso será el Grupo Colina, comando secreto constituido por el régimen fujimorista desde el año 1991 con miembros de las fuerzas armadas y bajo el mando de un militar especializado en inteligencia, el mayor Santiago Martín Rivas, ahora en prisión al igual que buen número de sus subordinados, para ejecutar operaciones especiales -torturas, asesinatos, desapariciones, secuestros y acciones de intimidación- contra los terroristas y sus reales o supuestos cómplices, a fin de desalentar la colaboración de la población civil con los movimientos subversivos.
Una de las peores fechorías del Grupo Colina fue la matanza de los Barrios Altos, en Lima, la noche del 3 de noviembre de 1991, en la que este comando exterminó a balazos a quince personas -once hombres, tres mujeres y un niño de nueve años- que celebraban una "pollada" en un modesto piso supuestamente para recaudar fondos a favor de Sendero Luminoso. Ni siquiera es seguro que todos los asesinados fueran miembros o simpatizantes del movimiento terrorista, sólo dos de ellos parecen haber tenido contactos con la izquierda revolucionaria, de modo que la salvaje matanza inmoló sobre todo a inocentes. El mayor Martín Rivas, en una entrevista que concedió en la clandestinidad -antes de ser capturado- al periodista Umberto Jara, explicó que aquella operación no quería capturar terroristas, sino hacer llegar "un mensaje" a Sendero Luminoso: "Te golpeo en el lugar que te escondes. Ya sabemos que las polladas y los heladeros son tus disfraces".
La otra matanza materia de este juicio, la de la Universidad Enrique Guzmán y Valle, llamada La Cantuta, tuvo lugar en la madrugada del 18 de julio de 1992. En este caso, la intervención del Ejército fue más explícita, pues soldados de la División de Fuerzas Especiales, que dirigía el general Luis Pérez Document -ahora también preso- rodearon el local de la Universidad mientras los integrantes del Grupo Colina, enmascarados, entraban a uno de los dormitorios y secuestraban a nueve alumnos y un profesor a los que exterminaron a balazos en Huachipa, a donde trasladaron a los detenidos en un camión transporta soldados de aquel mismo cuerpo militar. La aparición de aquellos cadáveres mutilados, carbonizados y enterrados en bolsas y cajas de zapatos, descubiertos gracias a la pesquisa de unos periodistas temerarios, provocó un gran escándalo en el Perú y empezó a socavar la popularidad de que gozaba todavía la dictadura.
¿Hasta qué punto estuvo personalmente involucrado Fujimori en estas matanzas? ¿Las ordenó? ¿Fue informado de ellas por Montesinos y el general Hermoza y contribuyó a cubrirlas y a garantizar la impunidad para los ejecutores? Eso es lo que este juicio debe dilucidar. El ex dictador sostiene, claro está, que él no sabía nada, que todos esos crímenes se cocinaban en el secreto y que ni siquiera se enteró de la existencia del Grupo Colina. Pero abundan los testimonios de los propios implicados -jefes y ejecutores de los crímenes- afirmando que aquellas operaciones formaban parte de una rigurosa estrategia de guerra clandestina contra el terror concebida y ordenada por el vértice mismo de la jerarquía militar cuyo jefe supremo, según la Constitución, es el presidente de la República. Parece difícil, por decir lo menos, que en un régimen tan vertical y personalizado como el que estableció la dictadura fujimorista pudieran operar motu proprio, sin el aval de la jerarquía máxima, comandos de oficiales en ejercicio, que utilizaban una infraestructura militar en todos los pasos que daban, para cometer acciones en las que ponían en juego su carrera profesional y su libertad.
En todo caso, lo cierto es que la famosa "guerra de baja intensidad" contribuyó, tanto como los horrendos crímenes de Sendero Luminoso, a llenar de cadáveres, de desaparecidos, de mutilados y de miedo y odio al Perú de los años noventa. Cerca de 70.000 peruanos murieron o desaparecieron en esa contienda, la inmensa mayoría de ellos gentes humildes y desvalidas cuya desgracia fue estar allí, en medio de dos terrores, formando parte de esa anónima masa a la que "terroristas" y "contraterroristas" enviaban mensajes en forma de balazos y explosivos para mostrarles quién era más cruel y desalmado. La mejor demostración de que esa estrategia era no sólo inmoral e inaceptable en una sociedad democrática, sino también contraproducente, es que la operación decisiva que quebró a Sendero Luminoso y precipitó su desintegración no fueron las matanzas del Grupo Colina, sino la captura de Abimael Guzmán y casi todo su Comité Central, llevada a cabo por un grupo de policías dirigido por el general Antonio Ketín Vidal y el coronel Benedicto Jiménez, valiéndose de los métodos más modernos de rastreo y seguimiento, sin torturar ni matar a nadie y sin siquiera disparar un tiro.
El juicio a Fujimori debe durar unos ocho o diez meses. El Perú, que políticamente ha dado en el pasado tantos espectáculos penosos -cuartelazos, demagogos, políticas insensatas- merece ahora que la opinión pública internacional se interese en lo que aquí ocurre, no sólo por los excelentes índices de crecimiento de su economía y su estabilidad institucional, sino por este juicio a un ex dictador, ejemplo altamente civilizado para esta América que, como escribió Germán Arciniegas, todavía se debate entre la libertad y el miedo.
(*) Mario Vargas Llosa, 2007. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SL, 2007.
¿Se hará verdaderamente justicia y el proceso y la sentencia serán probos y rectilíneos? El Poder Judicial tiene muy mala fama en el Perú y el fujimorismo, aunque en repliegue, cuenta con abundantes medios de coerción y reservas económicas producto del saqueo de los recursos públicos -el Perú ha repatriado apenas unos 250 millones de dólares de los cientos y acaso miles de millones mal habidos- pero tirios y troyanos reconocen que la Sala de la Corte Suprema que juzga a Fujimori, presidida por un prestigioso penalista, el doctor César San Martín, parece capaz y de fiar. Es indispensable que el juicio se desarrolle con la máxima transparencia, para que lo que resulte de él sea verdaderamente instructivo y sirva de antídoto a potenciales aspirantes a dictadores. Hay cerca de 150 periodistas extranjeros siguiendo las sesiones, que se transmiten por televisión, de modo que la opinión pública podrá juzgar por sí misma si los jueces actúan con imparcialidad y competencia.
El proceso dará origen a una interesante controversia sobre los alcances y límites de la lucha contra el terrorismo y la subversión, pues la línea de defensa del ex dictador es que si se cometieron "execrables excesos" en la guerra contra Sendero Luminoso y el MRTA (Movimiento Revolucionario Túpac Amaru), ellos se debieron al contexto de violencia enloquecida que generaron en el país los secuestros, asesinatos, coches-bomba y atentados ciegos contra la población civil, de ambas organizaciones terroristas cuyas víctimas, decenas de miles, eran en su inmensa mayoría ciudadanos sin militancia política, sacrificados por el fanatismo.
¿Es lícito combatir el terror con el terror? Protagonista central de este proceso será el Grupo Colina, comando secreto constituido por el régimen fujimorista desde el año 1991 con miembros de las fuerzas armadas y bajo el mando de un militar especializado en inteligencia, el mayor Santiago Martín Rivas, ahora en prisión al igual que buen número de sus subordinados, para ejecutar operaciones especiales -torturas, asesinatos, desapariciones, secuestros y acciones de intimidación- contra los terroristas y sus reales o supuestos cómplices, a fin de desalentar la colaboración de la población civil con los movimientos subversivos.
Una de las peores fechorías del Grupo Colina fue la matanza de los Barrios Altos, en Lima, la noche del 3 de noviembre de 1991, en la que este comando exterminó a balazos a quince personas -once hombres, tres mujeres y un niño de nueve años- que celebraban una "pollada" en un modesto piso supuestamente para recaudar fondos a favor de Sendero Luminoso. Ni siquiera es seguro que todos los asesinados fueran miembros o simpatizantes del movimiento terrorista, sólo dos de ellos parecen haber tenido contactos con la izquierda revolucionaria, de modo que la salvaje matanza inmoló sobre todo a inocentes. El mayor Martín Rivas, en una entrevista que concedió en la clandestinidad -antes de ser capturado- al periodista Umberto Jara, explicó que aquella operación no quería capturar terroristas, sino hacer llegar "un mensaje" a Sendero Luminoso: "Te golpeo en el lugar que te escondes. Ya sabemos que las polladas y los heladeros son tus disfraces".
La otra matanza materia de este juicio, la de la Universidad Enrique Guzmán y Valle, llamada La Cantuta, tuvo lugar en la madrugada del 18 de julio de 1992. En este caso, la intervención del Ejército fue más explícita, pues soldados de la División de Fuerzas Especiales, que dirigía el general Luis Pérez Document -ahora también preso- rodearon el local de la Universidad mientras los integrantes del Grupo Colina, enmascarados, entraban a uno de los dormitorios y secuestraban a nueve alumnos y un profesor a los que exterminaron a balazos en Huachipa, a donde trasladaron a los detenidos en un camión transporta soldados de aquel mismo cuerpo militar. La aparición de aquellos cadáveres mutilados, carbonizados y enterrados en bolsas y cajas de zapatos, descubiertos gracias a la pesquisa de unos periodistas temerarios, provocó un gran escándalo en el Perú y empezó a socavar la popularidad de que gozaba todavía la dictadura.
¿Hasta qué punto estuvo personalmente involucrado Fujimori en estas matanzas? ¿Las ordenó? ¿Fue informado de ellas por Montesinos y el general Hermoza y contribuyó a cubrirlas y a garantizar la impunidad para los ejecutores? Eso es lo que este juicio debe dilucidar. El ex dictador sostiene, claro está, que él no sabía nada, que todos esos crímenes se cocinaban en el secreto y que ni siquiera se enteró de la existencia del Grupo Colina. Pero abundan los testimonios de los propios implicados -jefes y ejecutores de los crímenes- afirmando que aquellas operaciones formaban parte de una rigurosa estrategia de guerra clandestina contra el terror concebida y ordenada por el vértice mismo de la jerarquía militar cuyo jefe supremo, según la Constitución, es el presidente de la República. Parece difícil, por decir lo menos, que en un régimen tan vertical y personalizado como el que estableció la dictadura fujimorista pudieran operar motu proprio, sin el aval de la jerarquía máxima, comandos de oficiales en ejercicio, que utilizaban una infraestructura militar en todos los pasos que daban, para cometer acciones en las que ponían en juego su carrera profesional y su libertad.
En todo caso, lo cierto es que la famosa "guerra de baja intensidad" contribuyó, tanto como los horrendos crímenes de Sendero Luminoso, a llenar de cadáveres, de desaparecidos, de mutilados y de miedo y odio al Perú de los años noventa. Cerca de 70.000 peruanos murieron o desaparecieron en esa contienda, la inmensa mayoría de ellos gentes humildes y desvalidas cuya desgracia fue estar allí, en medio de dos terrores, formando parte de esa anónima masa a la que "terroristas" y "contraterroristas" enviaban mensajes en forma de balazos y explosivos para mostrarles quién era más cruel y desalmado. La mejor demostración de que esa estrategia era no sólo inmoral e inaceptable en una sociedad democrática, sino también contraproducente, es que la operación decisiva que quebró a Sendero Luminoso y precipitó su desintegración no fueron las matanzas del Grupo Colina, sino la captura de Abimael Guzmán y casi todo su Comité Central, llevada a cabo por un grupo de policías dirigido por el general Antonio Ketín Vidal y el coronel Benedicto Jiménez, valiéndose de los métodos más modernos de rastreo y seguimiento, sin torturar ni matar a nadie y sin siquiera disparar un tiro.
El juicio a Fujimori debe durar unos ocho o diez meses. El Perú, que políticamente ha dado en el pasado tantos espectáculos penosos -cuartelazos, demagogos, políticas insensatas- merece ahora que la opinión pública internacional se interese en lo que aquí ocurre, no sólo por los excelentes índices de crecimiento de su economía y su estabilidad institucional, sino por este juicio a un ex dictador, ejemplo altamente civilizado para esta América que, como escribió Germán Arciniegas, todavía se debate entre la libertad y el miedo.
(*) Mario Vargas Llosa, 2007. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SL, 2007.
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