3.2.08

TRATOS CON LA AUSENCIA FINAL





Así que la muerte era esto por Beto Ortiz (*)
Perdonarán ustedes el largo silencio, pero en estos días carezco mayormente de corazón para escribir. Pero como sigo recibiendo cantidades de mensajes de amigos, de conocidos y también de lectores (o televidentes) desconocidos, es decir: de ustedes, he querido -a falta de cartas individuales para cada quien- hacerles llegar, directo en directo, este humilde despacho de un reportero que cumple con informar, como siempre, desde un lugar que nadie quisiera tener jamás que visitar.
Cuando alguien a quien quieres mucho está muy enfermo, sabes perfectamente qué esperar si el aciago timbre del teléfono suena a las cuatro de la madrugada y te levanta de la inmensa cama en que dormías, aguardando en secreto, siempre, lo peor, sin ningún rastro de nadie en las inmediaciones. De nadie, ni siquiera de tu ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares, ni de noche ni de etcétera. Suena el teléfono y ni siquiera necesitas responder. Sabes, de sobra, qué llamada es esa y podrías incluso, con todo derecho, adelantarte y ponerte a llorar a priori, de antemano, sin necesidad de alzar el auricular. Como el católico robot que aún eres en el fondo, te persignas y contestas. Claro que contestas. Y lo primero que escuchas es, por supuesto, la noticia que durante todos los días y las noches de tu vida habías tenido tantísimo miedo de escuchar. Tras haberle dado un beso de despedida y firmado los documentos respectivos, mi padre se sentó en la cocina y aceptó insólitamente mi propuesta de un Jack Daniels sin agua. «Ahora entiendo que cuando estás muerto, estás muerto de verdad» -dijo. Era indudable. Pero, en el estilo cámara lenta del Alzheimer, mi madre no estaba más muerta entonces de lo que había estado dos horas, dos semanas, o dos meses antes. Para cuando el corazón de mi madre se detuvo, hacía ya muchos años que yo la lloraba.Jonathan Franzen
Ese momento es helado y es negro y se asemeja a una abrupta precipitación, a una caída libre. Te caes nomás y te sigues cayendo y cayendo como en esas pesadillas de las que uno se despierta siempre con el ruido de su propio gemido. Te caes ridícula, tragicómicamente, como si, de repente, en el medio de la calle, te hubiese devorado un abismo disfrazado de buzón sin tapa. No das de alaridos, no te arrancas los cabellos, no te pegas de cabezazos contra la pared, no estrellas jarrones contra el piso. Ni siquiera pasa por tu mente ensayar la menor tentativa de plegaria ni de llanto. Cierras los ojos nomás y te dedicas a caer, o lo que es lo mismo: a esperar en qué momento termina todo esto, con la impaciente curiosidad de saber contra qué te estrellas, al final.
Para quienes aún no lo hayan conocido, estoy en condiciones de proporcionar algunas pistas que los ayudarán a reconocerlo de inmediato cuando haga su inevitable ingreso en vuestras casas: el dolor, o mejor dicho: este dolor, se parece bastante a la explosión sorda que produce un cuerpo al atravesar la superficie del agua, de muchísima agua, digamos del mar o, por lo menos, de un pozo de aguas muy profundas. Toda esa agua, lógicamente helada y negra, no te deja chance de abrir la boca para rezar o maldecir. El dolor no te deja chance de absolutamente nada. Es la explosión sorda del vacío. Después hay flores moradas y mucha gente que te abraza y te habla de "acompañarte" en tu dolor muy suelta de huesos, como si la muerte -reina y señora de todas las ausencias- admitiera compañía. Hay parientes que no has visto en décadas. Gente que, cual comitiva de chamanes que, mecánicamente, recitaran un conjuro, te repiten palabras que no significan nada en absoluto: mi sentido pésame, mi sentido pésame, mi sentido pésame. ¿Pésame? ¿Qué te pesa, qué te peso? ¿Pésame? ¿Pésame un kilo de membrillo, casero? Gente desconocida que dice que te ha cargado y que te conoce desde que eras asisito o que se pasa al vuelo del velatorio del costado y que te abraza y hasta llora más alto y más fuerte que tú. Nadie podría, por mucho que quisiera, acompañarte en tu dolor. Y, sin embargo, hay amigos que pronuncian palabras que, más que pañuelos, son escudos.
Querido Beto: Me enteré esta mañana de la muerte de tu madre. No fueron los medios ni mi cotidiana lectura de Perú.21 los que me dieron la noticia. Fue mi madre quien me la transmitió, con el mismo tono de tristeza con que me informó hace pocas semanas de la muerte de una de sus amigas más queridas. Mi madre llegó a conocer a la tuya, y a apreciarla, simplemente a través de la lectura de las notas que escribiste sobre ella. Te leía mientras cuidaba a su propia madre en cama, a los 98 años, atacada de demencia senil. Te siguió leyendo hasta que mi abuela, la mujer que me crió y que me regaló mi primer viaje, mi primera enciclopedia, mi primer mueble para libros, mi primer curso de idiomas y me brindó los mejores momentos de mi infancia, falleció en junio pasado. Y seguramente mi madre llegó a extrañar alguna nota tuya describiendo lo que se siente ante la muerte de una madre mientras llevábamos las cenizas de mi abuela para echarlas al mar de El Charco, playa donde pasó feliz su juventud cerca de Santiago de Cao y de Cartavio, pueblo donde nació. Mi madre sabía que era cierta cada línea que escribías acerca de cómo va desapareciendo de uno la memoria de una vida, y por eso no sólo leía tus artículos sino que los coleccionaba, para recordarlos cuando le llegara a ella también la hora del olvido. Mira el poder que tienes entre las manos. Mi madre, que lee muy pocos libros, te tiene entre sus autores favoritos. He escrito todo esto solamente para decirte que estoy contigo y te acompaño espiritualmente en este trance y decirte que puedes contar conmigo. En vísperas de llevar a mi madre de regreso hasta esa playa donde nuestra abuela mezcló su materia con la del Universo, unirme a ti y decir ¡Salud, Irmita! porque ella, al igual que mi abuela, todavía está y seguirá estando aquí, en la fértil tierra del corazón, siempre viva.FraternalmenteÓscar Limache
Tengo amigos que estaban fuera de Lima cuando todo esto me ocurrió y que tomaron de urgencia el primer bus, viajaron 15 horas sin dormir y le exigieron al chofer que se detuviera en el kilómetro 18 para aventarse al vuelo y cruzar a pie la carretera y todo eso solamente para llegar a tiempo al funeral y darme un providencial abrazo que me rescate unos segundos de las tinieblas. Thank you for the love, my friends. Now please leave me alone. El dolor es una selva inmensa de la que sólo vuelves solo.
(*) Aparecido en su columna del diario Perú21

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