El trance urbano
¡Cuántas veces hemos escuchado decir que la gente no es solidaria, que uno puede ser asaltado o aun morirse en medio de la calle sin que nadie se dé por enterado! En los varios países donde he vivido, atribuyen esta actitud a una suerte de 'espíritu nacional' que ellos creen que no existe en otras latitudes. Nada menos cierto, se trataría de una actitud humana, ajena a las nacionalidades, que los sociólogos contemporáneos han designado con el curioso nombre de 'trance urbano'.
Este comportamiento, según la ciencia, es frecuente cuando nos hallamos en calles atestadas de personas, vehículos y movimiento. El 'trance urbano' es un tipo de ensimismamiento que, raramente, nos permite tomar en cuenta la situación de las personas que nos rodean.
Es como si el exceso de estímulos nos obligara a refugiarnos en un cascarón como forma de preservarnos ante la inquietud que nos provoca todo aquello que no podemos controlar.
Más que de egoísmo basado en la indiferencia, estaríamos hablando de autoprotección, que constituye una forma moderada y sana de egoísmo.
Por otro lado, los prejuicios y los estereotipos, que son como muletas para atravesar este mundo que raramente la mayoría podría explicarse sin recurrir a ellos, no nos permiten ver sino aquella porción de realidad que hemos escogido como buena y digna para nuestra atención. Una cantautora mexicana decía que en su país eran indiferentes al dolor del indígena que mendigaba en la calle, pero atendían a cualquier gringo que se había quedado sin dinero 30 metros más allá del nativo.
Daniel Goleman, autor de los libros Inteligencia emocional e Inteligencia social, cuenta que en una oportunidad vio, en una escalera del subterráneo, a un hombre "tirado, sucio, sin camisa, inmóvil y con los ojos cerrados". Nadie le prestaba atención hasta que él se detuvo.
A partir de ese momento, muchas personas se acercaron al desamparado y ofrecieron ayudar. Uno trajo agua; otro, comida; un tercero llamó una ambulancia.
De ello se desprende que las actitudes individuales sí tienen valor. No solo porque socorren al necesitado sino, muy especialmente, porque quiebran la cadena de aparente indiferencia en la que suele sumirnos el llamado 'trance urbano'.
Asegura Goleman, apoyado en trabajos neurocientíficos, que los seres humanos estamos especialmente diseñados para la empatía y la solidaridad, y que ese diseño se ha forjado en millones de años durante los cuales la naturaleza seleccionó y sigue seleccionando todo aquello que es útil a la supervivencia. Las ciudades superpobladas son, para nuestra especie, una experiencia relativamente reciente, y de allí la indiferencia que jamás se haría presente en un pequeño grupo aunque no haya lazos de afecto.
No somos indiferentes, solo desconfiamos de lo que no podemos controlar. La actitud que relata Goleman incita a los otros a conducirse de la misma manera. La solidaridad, felizmente, es tan contagiosa como la violencia, aunque menos exitosa para resaltar periodísticamente.
La bondad es un rasgo biológico humano
El sabio chino Mencio dijo en el siglo III antes de Cristo: "Todos los hombres tienen una mente que no soporta ver el sufrimiento de los otros".
Casi 2,300 años después de formulada esta sentencia, las neurociencias han venido a corroborar como cierta la sabia intuición de Mencio. Según Goleman: "Cuando vemos a alguien en estado de aflicción, circuitos similares reverberan en nuestro cerebro, una suerte de resonancia empática muy sólida comienza convertirse en el preludio de la compasión".
Frente al dolor ajeno, nuestro cerebro activa las mismas partes que se activan cuando somos nosotros quienes padecemos ese dolor. Podemos experimentar la angustia, la tristeza, la ira, la alegría o la desazón de otra persona solo permitiendo que la empatía, que es el impulso natural de sentir como el otro, pueda hacer su trabajo.
Repito: en esas situaciones se activarán en nosotros los mismos circuitos cerebrales que están activados en quien vive la emoción. Por un principio de economía propio de la naturaleza, el cerebro actúa "disparando las mismas neuronas sea que perciba o realice una acción".
Según Jerome Kagan, destacado investigador científico de la Universidad de Harvard, la suma total de la bondad supera ampliamente la de la mezquindad. Sus palabras son: "Aunque los humanos heredan un prejuicio biológico que les permite sentir ira, celos, egoísmo y envidia, ser grosero, agresivo o violento, heredan un prejuicio biológico todavía más fuerte hacia la bondad, la compasión, la cooperación, el amor y el dar alimentos, en especial a los necesitados", y agrega que este sentido ético innato "es un rasgo biológico de nuestra especie".
El llamado 'darwinismo social', es decir, la explotación del más débil por parte del más fuerte, que es el rasgo característico de la sociedad contemporánea, va a contramano, no solo con lo que quiso expresar Darwin, sino también con los resortes más íntimos de la naturaleza humana.
Charles Darwin destacó la empatía (aún no se usaba esa palabra, recién aparece en inglés en 1989 y, luego, en español) como un factor de supervivencia. Sin embargo, "una lectura errónea de sus teorías -dice Daniel Goleman en su libro Inteligencia social- enfatizaba que la naturaleza "tiene rojo los dientes y las garras", idea que favorecen los darwinistas sociales, quienes torcieron el pensamiento evolucionista para racionalizar la avaricia.
De más está decir que detrás de estos conceptos científicos se escudan ideas que defienden la actual conformación de la sociedad humana y que pueden, a la larga, conducirnos al suicidio colectivo o a la potenciación de un ser acorde con los altos valores que nuestra civilización ha enunciado, mas no cumplido.
Ocurre que el 'rasgo biológico' se ve alterado por la pérdida de contacto con el prójimo. El dolor que despierta la solidaridad no es solo una noticia en el periódico, ni mucho menos una estadística. El dolor es, básicamente la mirada y el sentimiento del otro.
(*) Aparecido en su columna del diario Perú21
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