Día de los muertos por Cesar Hildebrandt (*)
El día de los muertos es el día central en “Bajo el volcán”, la inolvidable novela de Malcolm Lowry. El cónsul Firmin, perseguido por sus demonios, perseguidor él mismo de demonios ajenos, completa ese día célebre el proceso de hervirse en la culpa y morir de estupefacción.Sólo al lado bobo de los gringos se le puede ocurrir convertir ese día tan cargado de símbolos en una caquelcacleada digna de Ágata y Anita. Me refiero a esa fiesta en la que los niños parecen taraditos de luto por la muerte cerebral de sus papis.Los muertos son cosa seria y en México es fiesta cumbre de la calavería y los chupacabras. Viniendo de los aztecas, que gustaban de saciar a los dioses con hectolitros de sangre joven, y de los españoles, tan empeñosos en los asuntos de la muerte por arma blanca (o sea ellos), los queridos mejicas de hoy son un resumen dialéctico de esos dos amores, el azteca y el hispano, por la severidad bien entendida. Así que el día de los muertos, que la Iglesia ha querido siempre opacar sacando a su santería de las tumbas, en México no es que se recuerde sino que se celebra. A mí como que los muertos me van. Mis grandes escritores favoritos están muertos en su mayoría, la música que más me gusta la hicieron unos alemanes hechos polvo hace doscientos años, los impresionistas se fueron borrando de uno en uno y hasta Celia Cruz se mudó a sombra hace poco –con lo que me gustaba ver a esa negra con cara de accidente carretero–.La muerte es el único prestigio que no les está negado a los que no tuvieron ninguno en vida. Y basta con morirse para subir varias escalas en la consideración de los demás. Yo estoy convencido de que, una vez muertos, varios publicados de Alfaguara van a ser, por fin, mejores escritores y hasta la puntuación se les va a corregir en la indulgencia de la crítica póstuma. Creo que ya he contado la vez aquella en la que Borges me dijo que Perón, aunque muerto, seguía siendo un rufián “porque la muerte no mejora tanto”. Borges era un sujeto muy raro aun en esas cosas. Porque a casi la totalidad de los mortales la muerte les suena a armisticio y absolución. Y no hay nada mejor que una muerte violenta para la leyenda. Hay, de hecho, muertes súbitas ascendidas a conspiración y suicidios balsámicos que mejoran el juicio de la obra conforme los años van difuminando al personaje.Hubo en París –la historia es verídica y viene de la memoria de Roger Grenier– una loca bendita que fundamentalmente se creía escritora inédita por culpa de terceros y que iba de vez en cuando a la editorial de los Gallimard para preguntar por un manuscrito que le habían robado a pesar de no haber sido escrito nunca. Un día, la secretaria de la famosa casa editora, harta de tanta locura impertinente, le dio la noticia que había estado esperando darle desde hacía años: Gastón Gallimard había muerto. La loca bendita, más sabia que nunca, le dijo que eso no era cierto.–Yo he visto al señor Gastón el otro día en el entierro del señor Jean-Paul Sartre –dijo la loca.El problema era que Sartre no había muerto. Lo que nadie adivinó –esa es mi teoría– es que la loca se refería, desde la brutal perspicacia de los locos, a la muerte simbólica de Sartre. Era la época en que la izquierda empezaba a desvanecerse y los sartreanos abandonaban el barco para ir a hacer cola en el crucero caribeño del Queen Mary. Y lo asombroso es que si hay algo de inmortalidad en este mundo de fugacidades, si hay algo de imperecedero en este tema de finitud sin segunda vuelta, ese algo le corresponde a personajes como Sartre. ¿Por qué? No hablemos de su genio inmenso y de su prosa arrasadora. Hablemos de la capacidad que tuvo de ser siempre compasivo con los verdaderos agraviados del planeta. La muerte agigantó redundantemente a Sartre. Algunos de sus peores detractores sufrirán el proceso inverso a la hora de la parca.
(*) Aparecido en su columna de hoy del diario La Primera. BUENAZO.
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