La sed no es asunto de ángeles
por Eduardo Montes de Oca
por Eduardo Montes de Oca
Desde aseveraciones como “la próxima guerra mundial será por agua” hasta el considerar carente de fundamento la afirmación de que ese líquido sustituirá al petróleo como causa de la hecatombe, o de innumerables conflagraciones menores, configuran un debate de espíritu muy distinto a los de Bizancio, donde cejijuntos teólogos solían desgañitarse por cuestiones como la cantidad de ángeles que cabrían en la punta de un alfiler, o el sexo de esos alados seres celestiales (me perdonarán la imagen recurrente).
Porque el actual sí es un tema de enjundiosa terrenalidad, algunas de cuyas pruebas entresacamos de la avalancha estadística al respecto: Si desde 1990 la población mundial se ha triplicado, la cantidad de agua dulce utilizada se ha sextuplicado:
-El agua ocupa hoy el 70 por ciento de la superficie de la Tierra, pero poco más del dos por ciento es dulce, y de sus mil 400 millones de kilómetros cúbicos es utilizable solo el 0,01 por ciento.
-Según Naciones Unidas, una de cada cinco personas no tiene acceso a fuentes potables.
-El Banco Mundial estima que en el año 2035 la mitad de la población del orbe vivirá en países con “graves problemas por falta de agua”.
Datos como estos sirven de pábulo para los augures de la beligerancia. Entre los más convencidos, los especialistas rusos, para quienes “los primeros en sentir los funestos cambios serán los países de Asia Central, donde en general abunda poco el líquido. Luego, la zona de desastre se extenderá a todo el mundo, y los países que no afronten tal amenaza experimentarán una masiva inmigración procedente de las zonas más afectadas”. Ante vaticinios de ese jaez, se ha sugerido la destilación de agua marina, para aumentar las reservas. Y resulta consenso que, mientras no se concreten los caros proyectos pertinentes, la medida más eficiente contra la crisis consiste en preservar el entorno y evitar la contaminación de los lagos y los ríos. Proposición en que coinciden hasta los inclinados a estimar fútil predicción, lugar común, la relación carencia de agua-guerra. Por cierto, deviene sospechoso el hecho de que los más vehementes heraldos de la desvinculación de las armas y la sed sean precisamente instituciones implicadas en toda una saga bélica en pos de recursos situados en los cuatro puntos cardinales del planeta. Sintomático que el desmentido parta de funcionarios de la CIA, del Ministerio de Defensa del Reino Unido y del Banco Mundial. ¿No querrán evitar que la liebre salte antes de tiempo? ¿No estarán camuflando fines? Recordemos que, reunidos en Estocolmo, hará unos dos años, los eximios optimistas pusieron énfasis en que “esto no va a pasar”. Eso sí: en honor a la verdad, los argumentos vertidos no pecaban precisamente de vacuos: “Un tercio de las cuencas fluviales del mundo son compartidas al menos por dos países. La historia ha demostrado que, en las cuencas compartidas, es más probable que surja cooperación que conflicto. Entre 1948 y 1999 hubo mil 831 interacciones internacionales registradas, incluyendo 507 conflictos, 96 acontecimientos neutrales o no significativos, y, lo que es más importante, mil 228 instancias de cooperación”. Ahora, si bien quien escribe estas líneas no duda de los guarismos, es consciente de que siempre aparecerá una suerte de abogado del diablo, para equilibrar la balanza de la lid con vigorosas réplicas. Citado por la agencia noticiosa IPS, Marc Levy, director adjunto para una Red Internacional de Información sobre Ciencias de la Tierra, en Nueva York, ha señalado que “cada vez mayor cantidad de conflictos suelen ocurrir alrededor de un año después de una severa desviación de los patrones de lluvias”. Y que, aunque las sequías no causan directamente las crisis armadas, actúan como disparadores en escenarios de tensiones o enfrentamientos. ¿Un ejemplo? “Las zonas de Nepal donde se registró la mayor parte de la lucha experimentaron pocas precipitaciones durante varios años, y luego una severa sequía a fines de los años 90. Los agricultores podrían haber abandonado la esperanza de cultivar y haberse unido a la rebelión local como modo de mantener a sus familias”. En este contexto, no holgaría recordar que la guerra de los Seis Días permitió al Estado sionista el control del agua dulce del Golán, el mar de Galilea, el río Jordán y Cisjordania. Asimismo, que, como sentencia el historiador Ewan Anderson, “Cisjordania se ha convertido en una fuente de agua clave para Israel; esta cuestión pesa más que otros factores políticos y estratégicos”. Y ya, que cualquiera nos “sindicaría” de pesimistas, cuando, en nuestro fuero interno, ansiamos la derrota de los nuncios de la guerra por el agua, y, si no cejamos en alertar sobre ella, es con miras a contribuir a conjurar hasta la misma posibilidad. ¿Acaso no gana más quien previene sobre algo fatídico que no llega a ocurrir que quien, desentendiéndose del asunto, se ve superado por los acontecimientos? Y esto, señores míos, no tiene nada que ver con la cantidad ni el sexo de los ángeles.
Porque el actual sí es un tema de enjundiosa terrenalidad, algunas de cuyas pruebas entresacamos de la avalancha estadística al respecto: Si desde 1990 la población mundial se ha triplicado, la cantidad de agua dulce utilizada se ha sextuplicado:
-El agua ocupa hoy el 70 por ciento de la superficie de la Tierra, pero poco más del dos por ciento es dulce, y de sus mil 400 millones de kilómetros cúbicos es utilizable solo el 0,01 por ciento.
-Según Naciones Unidas, una de cada cinco personas no tiene acceso a fuentes potables.
-El Banco Mundial estima que en el año 2035 la mitad de la población del orbe vivirá en países con “graves problemas por falta de agua”.
Datos como estos sirven de pábulo para los augures de la beligerancia. Entre los más convencidos, los especialistas rusos, para quienes “los primeros en sentir los funestos cambios serán los países de Asia Central, donde en general abunda poco el líquido. Luego, la zona de desastre se extenderá a todo el mundo, y los países que no afronten tal amenaza experimentarán una masiva inmigración procedente de las zonas más afectadas”. Ante vaticinios de ese jaez, se ha sugerido la destilación de agua marina, para aumentar las reservas. Y resulta consenso que, mientras no se concreten los caros proyectos pertinentes, la medida más eficiente contra la crisis consiste en preservar el entorno y evitar la contaminación de los lagos y los ríos. Proposición en que coinciden hasta los inclinados a estimar fútil predicción, lugar común, la relación carencia de agua-guerra. Por cierto, deviene sospechoso el hecho de que los más vehementes heraldos de la desvinculación de las armas y la sed sean precisamente instituciones implicadas en toda una saga bélica en pos de recursos situados en los cuatro puntos cardinales del planeta. Sintomático que el desmentido parta de funcionarios de la CIA, del Ministerio de Defensa del Reino Unido y del Banco Mundial. ¿No querrán evitar que la liebre salte antes de tiempo? ¿No estarán camuflando fines? Recordemos que, reunidos en Estocolmo, hará unos dos años, los eximios optimistas pusieron énfasis en que “esto no va a pasar”. Eso sí: en honor a la verdad, los argumentos vertidos no pecaban precisamente de vacuos: “Un tercio de las cuencas fluviales del mundo son compartidas al menos por dos países. La historia ha demostrado que, en las cuencas compartidas, es más probable que surja cooperación que conflicto. Entre 1948 y 1999 hubo mil 831 interacciones internacionales registradas, incluyendo 507 conflictos, 96 acontecimientos neutrales o no significativos, y, lo que es más importante, mil 228 instancias de cooperación”. Ahora, si bien quien escribe estas líneas no duda de los guarismos, es consciente de que siempre aparecerá una suerte de abogado del diablo, para equilibrar la balanza de la lid con vigorosas réplicas. Citado por la agencia noticiosa IPS, Marc Levy, director adjunto para una Red Internacional de Información sobre Ciencias de la Tierra, en Nueva York, ha señalado que “cada vez mayor cantidad de conflictos suelen ocurrir alrededor de un año después de una severa desviación de los patrones de lluvias”. Y que, aunque las sequías no causan directamente las crisis armadas, actúan como disparadores en escenarios de tensiones o enfrentamientos. ¿Un ejemplo? “Las zonas de Nepal donde se registró la mayor parte de la lucha experimentaron pocas precipitaciones durante varios años, y luego una severa sequía a fines de los años 90. Los agricultores podrían haber abandonado la esperanza de cultivar y haberse unido a la rebelión local como modo de mantener a sus familias”. En este contexto, no holgaría recordar que la guerra de los Seis Días permitió al Estado sionista el control del agua dulce del Golán, el mar de Galilea, el río Jordán y Cisjordania. Asimismo, que, como sentencia el historiador Ewan Anderson, “Cisjordania se ha convertido en una fuente de agua clave para Israel; esta cuestión pesa más que otros factores políticos y estratégicos”. Y ya, que cualquiera nos “sindicaría” de pesimistas, cuando, en nuestro fuero interno, ansiamos la derrota de los nuncios de la guerra por el agua, y, si no cejamos en alertar sobre ella, es con miras a contribuir a conjurar hasta la misma posibilidad. ¿Acaso no gana más quien previene sobre algo fatídico que no llega a ocurrir que quien, desentendiéndose del asunto, se ve superado por los acontecimientos? Y esto, señores míos, no tiene nada que ver con la cantidad ni el sexo de los ángeles.
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