28.8.07

LA RUSIA DE PUTIN por MARIO VARGAS LLOSA


Es difícil imaginar una historia moderna más triste que la de Rusia, el país que ha dado al mundo, en el último siglo y medio, esa extraordinaria floración de pensadores, escritores, compositores, artistas, poetas, utopistas y místicos tan bellamente descrita en los ensayos de Isaías Berlin. Después de haber padecido por más de setenta años una de las más ignominiosas dictaduras que haya conocido la historia, en la que muchos millones de inocentes ciudadanos perecieron en el gulag siberiano en razón de la mera paranoia de los dueños del Kremlin, al sobrevenir el colapso de la Unión Soviética, en vez de la libertad surgió el caos, la anarquía económica y política, a cuyo amparo los ex comisarios comunistas perpetraron pillerías vertiginosas, "privatizando" en su favor las industrias estatales y permitiendo a las mafias sacar del país, hacia los paraísos fiscales del planeta, billones de divisas mal habidas y robadas al pueblo ruso, que vio, de este modo, reducirse todavía más sus precarios niveles de vida y pasó a vivir en la inseguridad más absoluta y el temor crónico.
No es extraño que Vladímir Putin, el antiguo operativo de la KGB, el más siniestro organismo del antiguo régimen y responsable de sus más vesánicos crímenes, al subir al poder hiciera del orden y el respeto a la autoridad la columna vertebral de su política: eso era lo que más codiciaban sus compatriotas en un país donde la ilegalidad reinaba por doquier y donde delincuentes y pistoleros de bajo y alto vuelo hacían de las suyas en la casi total impunidad. Putin ha puesto orden, en efecto, dado cuenta de muchos criminales, y ha restaurado una tradición de verticalismo autoritario que, con distintas máscaras ideológicas, ha mantenido en Rusia una continuidad con mínimos y fugaces intervalos de apertura, desde Iván, El Terrible, hasta el presente. El pueblo ruso, que no ha conocido casi otra cosa que el despotismo a lo largo de su historia, se siente cómodo, o por lo menos aliviado y esperanzado, en la Rusia de Putin. La popularidad de éste sigue siendo enorme, y todo indica que, aunque no se presente en las nuevas elecciones como ha dicho, él en persona o a través de intermediarios seguirá rigiendo los destinos del país. Las valerosas minorías que, en condiciones de represión creciente, obran todavía a favor de la democracia y los derechos humanos y se esfuerzan por hacer conocer al resto del mundo los atropellos cotidianos a la libertad y a la ley que comete el régimen, están cada vez más acorraladas -censura, hostigamiento, represalias económicas, procesos penales y, en casos extremos, asesinatos-, y todo indica que este estado de cosas sólo puede empeorar para ellas en el futuro inmediato.
En el extranjero se conocen los grandes lineamientos de la política seguida por Putin y la rosca de ex agentes del KGB y aparatchiks de que se ha rodeado para restablecer el poder autoritario. Ante todo, la estatización o neutralización de buena parte de los medios de comunicación independientes, que ahora están al servicio del Gobierno, y la desprivatización de los principales entes responsables de la energía y las llamadas "industrias estratégicas", devolviendo de este modo al Estado una ingerencia hegemónica en la vida económica del país. Un sector industrial ha quedado fuera de la tutela estatal, cierto, pero a condición de un absoluto vasallaje a los dictados del poder. Las enormes reservas de gas y petróleo con que cuenta el país, y los altísimos precios alcanzados por estos recursos en los mercados mundiales, han dado al Gobierno ruso un instrumento para multiplicar su influencia internacional, coaccionar a sus vecinos, retomar una carrera armamentística que encanta a las fuerzas armadas, que han recobrado su vieja condición de institución privilegiada dentro del sistema, y de hacer gravitar sobre Europa Occidental una espada de Damocles: la amenaza de reducir o cortar los suministros de gas y petróleo de los que aquélla se ha vuelto dependiente si patrocina políticas que Rusia considera lesivas a su propia seguridad.
Se conoce menos, en cambio, un aspecto todavía más sombrío y violento de la política de Putin: el nacionalismo que promueve para crear de este modo la ilusión de la unidad nacional patriótica contra los enemigos interiores y exteriores y las secuelas inevita-
bles de semejante ideología: el racismo y la xenofobia. A quienes quisieran informarse un poco más sobre este tema, recomiendo leer dos excelentes artículos aparecidos el martes 21 de agosto en el International Herald Tribune, cuyos autores, Jeff Mankoff y Paul Kennedy, ambos de la prestigiosa Universidad de Yale, no sólo saben muy bien de lo que hablan; además, ambos están muy lejos de sentir la menor animadversión por Rusia. Más bien, sus artículos transpiran una solidaridad visible con los infortunios del pueblo ruso.
Mankoff ilustra con una pequeña lista de ejemplos su tesis de que "el racismo violento" que hoy impera en la sociedad rusa sólo puede seguir creciendo debido a la manera como el Estado utiliza la xenofobia -el odio al extranjero- para conseguir sus fines. Bandas de cabezas rapadas han asesinado a una niña tajik y malherido a su familia en San Petersburgo, acuchillado a muerte a un vietnamita, y un puñado de nazis ha apuñalado a ocho personas en una de las sinagogas de Moscú. En la última semana, un vídeo que ha dado la vuelta al mundo mostraba cómo un par de rusos, con esvásticas, ejecutaban a un caucasiano y a un tajik, de un pistoletazo al primero y decapitando al segundo. Los perpetradores de estos crímenes que fueron capturados sólo recibieron leves sentencias, sin que en éstas se reconociera la naturaleza racista del delito.
Mankoff describe también la manera como Putin ha utilizado a los dos partidos abiertamente racistas que operan en Rusia, los demócratas-liberales de Vladímir Zhirinovsky y Rodino de Dimitry Rogozin, alentándolos, financiándolos y facilitándoles la expansión a fin de crear la ficción de que el partido gobernante de Putin es un moderado, un contrapeso a aquellos extremistas. Pero el resultado de esta política es que el racismo contra los chernye, los "negros" inmigrantes de los antiguos países de la Unión Soviética, musulmanes la mayoría de ellos, ha alcanzado una suerte de legitimidad en la vida pública. No hubo la menor protesta, por eso, cuando en el mes de abril pasado el Gobierno dictó una disposición claramente racista, prohibiendo a todos los inmigrantes procedentes del Cáucaso trabajar en el comercio de telas y paños en Rusia.
El historiador Paul Kennedy, por su parte, ve con muy justificada alarma el plan de adoctrinamiento ideológico que el Gobierno ruso lleva a cabo entre los jóvenes, siguiendo un modelo que se parece mucho al soviético, con la diferencia de que en este caso las ideas que el Estado trata de inculcar en las nuevas generaciones a través de la educación no son las del marxismo-leninismo sino las de la rusofilia cruda y pura, es decir, el nacionalismo más extremo y destemplado, para el que todo extranjero es detestable, se trate de "norteamericanos imperialistas, terroristas chechenos o estonianos ingratos".
El Gobierno de Putin ha creado un movimiento juvenil llamado Nashi (Lo nuestro), que está creciendo a gran velocidad, espoleado por las instituciones estatales, cuyas bases ideológicas son la defensa de la madre patria y las tradiciones y el matrimonio rusos, así como el rechazo de lo foráneo y extranjero. El movimiento cuenta ya con decenas de miles de activistas que, en la práctica, funcionan como fuerzas de choque en defensa de Putin y su Gobierno y en contra de sus críticos. Militantes de Nashi son los que tienen cercadas, gritando eslóganes hostiles, a las embajadas de Gran Bretaña y de Estonia en Moscú, a raíz de las querellas entre Rusia y ambos países, y, según Financial Times, cerca de 60.000 miembros de Nashi han sido adiestrados como "monitores" en los procesos electorales.
Paul Kennedy analiza también algunos de los textos obligatorios impuestos en las escuelas por el Gobierno de Putin, distorsionando la historia reciente para acomodarla a las necesidades del régimen. En ellos, por ejemplo, se enseña a los jóvenes que "entrar en el club de los países democráticos implica rendir la soberanía nacional a Estados Unidos".
¿Se saldrá Putin con la suya creando estructuras más o menos sólidas que garanticen una considerable longevidad al nuevo despotismo que preside? A largo plazo, probablemente no, porque si hay algo que nos ha enseñado la experiencia contemporánea es que los imperios totalitarios, no importa cuan firmes parezcan, tienen siempre pies de barro y terminan por venirse abajo, destruidos por su propia ineficiencia y corrupción. Pero, en el corto plazo, parece difícil que algo o alguien pueda poner coto al astuto ex espía que ha sabido ganarse el apoyo de buena parte del pueblo ruso reemplazando el desorden, la inseguridad y la desesperación en que aquél vivía, en la seguridad y el orgullo patriótico de que hoy día disfruta, aunque pague por ello sacrificando la libertad que hubiera podido tener, y la democracia de la que apenas entrevió los riesgos e incertidumbres cuando la tuvo entre las manos y no supo qué hacer con ella.
¿Alguna conclusión? La más obvia: la democracia necesita, para arraigar y desarrollarse, una mínima base institucional, como la que existía en Polonia, en Hungría o en la República Checa al desmoronarse el Imperio soviético. Por eso en estos países la democracia ha podido sobrevivir al desorden de la transición. En Rusia no existía esa base y por eso, al igual que en tantos países africanos y latinoamericanos, cuando llegó la libertad se convirtió en libertinaje, y más pronto que tarde se desplomó, para que resucitara la barbarie dictatorial. ¡Pobre Rusia!

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