2.2.13

LA EXCOMUNIÓN FINAL DE LAS MELANCOLÍAS


CAP 3
Del verdadero origen de las ideas

Desperté, sobresalto de por medio,  en una cama extraña, de una habitación extraña y austera,  al lado de una mujer, -meridianamente extraña- y nada austera. Contemple su cuerpo pulposo, manducable, dorado, irradiaba una tibieza sensual, atribuida como propia de las mujeres de la selva peruana.
Escanee sus formas, desde sus hombros lúdicos, hasta sus pies encantadores como peces de colores, pasando por las suaves lineas de la espalda que coronaban unos glúteos generosamente redondos
¡¿Qué hacía yo, ahí, a esas horas, cerca de las dos de la madrugada?! 
Era obvio lo que ya había hecho y con sumo y culposo placer. Después de semejante revolcón de gozo había quedado como con la mente en blanco, silenciosa, según Osho,  como un cómplice fiel.
Y me había rendido al sueño que repara, me levanté despacio y en la oscuridad no pude evitar darle un ligero puntapié a mis lentes que rodaron debajo del lecho que descansaba del estremecimiento. 
Cogí las prendas que habían caído por diferentes lados, mis interiores flameabancomo la bandera del reclamo de esas tierras misteriosas sobre un televisor, las medias estaban revueltas entre las sabanas, mi camisa estaba arrugada y después comprobé que le faltaban un par de botones, mis zapatos acompañaban a mis lentes y mi pantalón, mi saco y mi corbata aparecieron esparcidos por un pasadizo de muebles baratos, de serie, de los que fabrican para los blancos pobres, muebles sin la nobleza de la buena madera, ni la vanidad de la marca bien marketeada, mejor publicitada, muebles, indiscutiblemente,  cholos. 
Un baño estrecho (que también servia de tendedero ya que del tubo de la cortina de la ducha colgaban unas pantimedias, unos cuantos sostenes y unos calzones atangados, casi como de hilo dental. 
Sentado en la fría losa del inodoro, comencé a re-inventarme la situación mentalmente, mientras me vestía.
Confieso que al ponerme el pantalón, me levanté y con las bragas cerca de mi rostro, no pude evitar darle una olfateada intensa, algo pervertida pero deliciosa. Recordaba que había llegado a este situación por aproximaciones sucesivas, era un juego del gato y del ratón de roles intercambiables. 
Yo era Jefe de Compras, ella vendía para una distribuidora abarrotera importante y mis pedidos le significaban un sobre de sueldo mas homenajeado a fin de mes. 
Además tenía genetica de sacavueltera y tras sus achinados ojos, se podía leer que le gustaba el sexo (como al mas común o al mas encumbrado de los mortales) y que sabía aprovechar los ratos en que su marido tenía que viajar a su santa tierra, para darle gusto al cuerpo.
M. era intrépida hasta el abuso y yo me preguntaba si ese juego era conveniente, so riesgo de despertarme con una pistola en la cabeza, ya que el hombre era un policía. 
Se me escarapelo el cuerpo al imaginarlo liquidando mi rijoso estilo con su señora esposa, compañera escogida ante el registro civil y ante el manipuleo religioso. 
Hacía cuatro meses que yo leía y practicaba no se que tipo de culto que tenía que ver con el estudio de teorías metafísicas y pese a haber adquirido una actitud hipócrita de santo varón, era un promiscuo nuncio de la sensualidad exacerbada. Extrañamente la fe me había convertido en un tío bastante arrecho. 
Revise el botiquín tras el espejo: unas cuantas cremas hidratantes con las que me frote las entrepierna para borrar la posibilidad de los aromas delatores.  Remedios vencidos, maquinas de afeitar desechables. 
Tomen nota lo de los olores, las mujeres huelen a un kilómetro el olor a almizcle de otra fémina y desatan sus odiosos interrogatorios como si uno fuese a confesar una buena sacada de los pies del plato. Nunca. 
Así sean del grupo Colina y te pongan voltaje suficiente como freírte las guindas, no hablaremos. Es ley. 
Vestido ya, escuché la voz cantarina de M,  ¿te vas,  mi amor? 
Era una invitación a volver al intercambio de bifes, al ring de las cuatro perillas.
 Imaginé de inmediato, figuras geométricas, la cara de algunos futbolistas, los números de mis documentos, para espantar la libido que empezaba a reclamar su premio. 
Dije algo sobre llegar temprano al trabajo, pedido de carnes, algo así. 
Y sin acercarme le hice adiós mientras ella levantaba la pierna. Me encontré en una escalera metálica horrorosa, esas de caracol,  que hizo todo el ruido del mundo mientras bajaba cada peldaño. 
De la casa principal o de los otros (cuartos independientes con baño) alguien hizo shisst y dijo con sorna,tanta bulla carajo, y luego otra voz apuntó: Chau atrasador, cuidado que te agarra el tombo. Risas lejanas de complicidad. 
Unas rejas sin aceitar y una calle perdida por Surco viejo. Fumones en las esquinas entregados a destrozarse el cerebro fumando pasta básica de cocaína. 
Una avenida de dos sentidos, un taxi destartalado.
 Tratado el precio, sentado al lado de un chófer zambo, lechucero, obvia criatura de la noche, que iba comentando la  noticias, que descargaba la radio y manejando con destreza me dejo con rapidez enla puerta de mi casa. 
Sin escrúpulo alguno, hice sonar las llaves, cerré la puerta con firmeza, (nada peor que entrar sigilosamente  eso despierta sospechas, este mundo es de los frescos, decía mi viejo) y bostece una especie de cansancio como para que se interprete que había estado trabajando, 
¿Qué paso? -me preguntó desde la cama,
inventario sorpresa, -contesté de golpe. 
 tu comida está en el microondas- ofreció, ¿quieres que te la caliente?-insistió,
ya comí- respondí sin emoción, hubo una reserva de comida regional de la selva-dije jugando con mi suerte. 
Es muy humano, querer ser descubierto. Da una especie de adrenalina el merodear por el abismo de lo posiblemente incierto. 
la próxima vez llama y avisa-me reprendió, 
Gruñí una interjección que debía equivaler a no me jodas y concluyo el dialogo de madrugada. 
Al acostarme observé las cortinas y pensé si toda mi vida iba a ser así, si iba a mirar las mismas cortinas.
A mi lado, trataba de volverse a dormir una mujer a la que había amado pero que ahora ya me era extraña.
Pego su pierna contra la mía y apoyó su trasero de la misma manera, con su pie jugueteaba con mi tobillo, 
¿quieres jugar? me dijo con una voz coqueta,
Jugamos, pero yo no podía dejar de pensar en que estaba condenado, preso, a que siempre iba a ver las mismas cortinas, hasta que me abandone al remolino que me fagocitaba entre las sombras. 
Dormí pensando en que Dios me miraba con un gesto de reprobación. 



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